Ya lo dice el refranero castellano: “Cuando el badajo vuela bajo hace un frío del carajo”. Bueno, quizás no sea exactamente así, pero las crónicas de este fin de semana no hablaban de ningún grajo, y sí en cambio de un artefacto de buen tamaño, construido en metal y madera, desprendido de una de las campanas de la monumental iglesia de San Nicolás de Iruñea. Frío, en cambio, sí que hacía y lo sigue haciendo en el momento de escribir estas líneas. El proyectil en cuestión aterrizó en medio de una de las terrazas de la plazuela sita a los pies del señero monumento, afortunadamente sin más consecuencias aparte del susto de algún viandante. La hora y la metereología de este inclemente principio de enero hicieron que todavía no estuviesen instaladas las mesas y las sillas destinadas a la amable clientela del local. San Nicolás que todo lo ve. O será San Blas. No sé exactamente qué conclusión se sacará del incidente del badajo volador, aparte de hacer votos para que aumenten las medidas de seguridad en esta tierra tan pródiga en campanarios, pero yo lo tomo como una inquietante señal divina. Ese mismo domingo, o sea, anteayer, los despistados viandantes del centro iruindarra nos tropezábamos con el insólito espectáculo de los principales comercios de ropa y perfumerías abiertos en festivo, con gente aparentemente feliz saliendo y entrando con paquetes. No quiero ni pensar como estarían las grandes superficies de la cuenca. Algo nos falta –sindicatos y cordura, para empezar– y algo nos sobra. Si después del desenfrenado maratón navideño no podemos aguantar ni dos días seguidos sin seguir consumiendo como posesos es que nos merecemos sobradamente nuestra extinción como especie. Me da que el badajo de San Nicolás es un aviso del meteorito que nos viene. Lo tendremos bien merecido, por cretinos.
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