En la recta final de la campaña, el Partido Popular busca proteger a su líder de sus propios errores. Esconderle evitando el desgaste de un nuevo debate anoche, reducir sus apariciones ante periodistas que tengan la mala costumbre de exhibir sus debilidades y limitar su exhibición a los actos de exaltación ante el público más fiel.

En el otro extremo, Pedro Sánchez necesita tirarle a todo lo que se mueva. Se ha abierto la veda de cualquier pieza que le pase por delante porque se acaba el tiempo de llevar votos a la cazuela y el riesgo de pasar hambre electoral es obvio. Hasta el punto de que desde la derecha le reprochan que se fuera a Donostia de mitin en lugar de quedarse a la rueda de prensa final de la cumbre Europa-América Latina pero también le reprochan su foto saludando a la vicepresidenta de Venezuela. No tiene nadie a quien convencer en ese flanco pero el indeciso de centro, si es que eso sigue existiendo en la sociedad española, es o debería ser su objetivo primordial.

En Euskadi, la aparición del lehendakari Urkullu en campaña ha puesto nerviosa a la coalición EH Bildu. Once días de campaña han hecho falta para que se acuerden del autogobierno vasco, y tendrá que defenderlo de mejor modo que en la legislatura que expira. Aizpurua, Matute y compañía no lo habían sacado a relucir, convencidos los estrategas de la izquierda independentista de que era mejor alardear de lo primero y guardar en el cajón lo segundo, pese a la sobrepoblación de siglas que se reclaman como esencia de progreso.

Arrastra la coalición esa vieja estratagema de todo o nada, de despreciar los avances ajenos y valorar que solo la independencia plena es sinónimo de soberanía. Hasta el punto de que, cuando tocó hacer política de día a día, se lo aplicaron a la ley mordaza para impedir que fuera reformada a iniciativa del PNV pero, consejos vendo, envainaron el discurso de la derogación de la reforma laboral y se conformaron con revisarla. Es curioso, pero eso de hacer política es lo que demanda la ciudadanía de sus representantes: menos dogmatismo y más sentido pragmático. A EH Bildu le cuesta desenterrarlo de su montaña de lecciones de pureza ideológica.

Por eso la izquierda radical vasca ha desmentido con un trompo su reproche de décadas al soberanismo jeltzale por buscar la construcción nacional también participando en el Congreso. La falta de experiencia puede estar detrás del apoyo tan barato que han brindado a Sánchez y la ausencia de iniciativas propias en defensa del autogobierno vasco en el parlamento español. Sin la menor autocrítica en ese aspecto –tampoco– no se atisban mimbres que sostengan la presunción de que lo harán mejor la próxima vez. De hecho, hoy hay quien se relame más pensando en una engolada oposición a la derecha española como palanca para medrar electoralmente en Euskadi.

Pero aquí, de cara al domingo, se meten codos con Sumar. Lander Martínez ha acuñado un mensaje que reproduce como un mantra: sin Yolanda Díaz en el Gobierno, EH Bildu no tiene con quién hablar en Madrid. Empezó haciéndolo extensivo a todo el soberanismo vasco y catalán, aunque sabe que PNV y ERC sí tienen una interlocución directa con el PSOE de la que reniegan los socialistas respecto a la coalición de Otegi, más aún tras la torpeza de sus listas municipales rellenas con condenados por pertenecer a ETA.

Es difícil para los partidos vascos hacerse hueco con discurso propio entre la amenaza del modelo social y nacional español de Vox y la cosecha de odio a Sánchez sembrada por el PP y sus entornos mediáticos. Precisan de un electorado consciente de que su voto no va a determinar el mal menor sino el peso mayor de sus intereses específicos, que no son los del mastodonte administrativo público de la aspiradora de Madrid y su entramado de intereses económicos, ni los de la España vaciada o la actividad subsidiada. Ni mejores ni peores que ellos; solo diferentes. Y la diferencia es lo que se busca acallar y laminar con la polarización izquierda-derecha.