Los udalekus han llegado a nuestras vidas. Y, con ellos, la realidad de socializar con criaturas que superan con creces la edad de nuestras hijas. Que levante la mano quien no crea que las demás siempre son la mala influencia de nuestras pequeñas, seres prístinas y puras, que caen en las garras del resto de sus congéneres, porque ellas nunca jamás harían esas barbaridades que luego nos cuentan a la hora de cenar. Veo pocas manos levantadas. Venga, confesemos que, en cuestión de relaciones sociales, somos terribles. Yo confieso, sin vergüenza alguna. Pensamos que los demás padres harán las cosas como nosotras, creemos que educarán a sus hijas de la misma manera, que gestionarán los conflictos a nuestro modo… Y, a pesar de intentar convencernos de que lo respetamos, tenemos ese álter ego dispuesto a diseccionar y criticar lo que hacen las otras porque, en nuestro fuero interno, nos creemos siempre mejores. Así que los udalekus son un buen baño de realidad para esta creencia cuando, a la hora de ir a recoger a tus retoños, empiezas a escuchar en el parque “si dices cinco más cinco, por el culo te la hinco”. Eso sale de la boca de una criatura que esa mañana habrá desayunado cereales ecológicos, que sólo verá la tele los domingos por la tarde, que saldrá al campo siempre que hay oportunidad y que se dormirá después de leerle un cuento. La cara de la madre es la estampa del horror. Yo, que la veo, le miro con ternura y recuerdo una entrevista a la periodista Eva Millet que me dio qué pensar. Hablaba sobre la crianza con apego y la definía como una nueva forma de competitividad, en la que triunfa esa idea de que creemos que nuestras hijas son especiales y cambiarán el mundo. Un deseo que choca frontalmente con la rima del cinco y la evidencia de que, en realidad, las adultas siempre somos y seremos la mejor y también la peor influencia sobre nuestras hijas.