sentado frente a él, su cabeza intentando espantar recuerdos, no se dio cuenta cuando su ama le ofreció el café. Era el peaje que tenía que pagar un par de veces al año, volver a verle la cara, compartir mesa con él o, peor, sentarse a su lado y disimular. Recordó el día en que, siendo un adolescente, vio la noticia en el telediario que detallaba las atrocidades con las que un pederasta sometió a dos hermanos de apenas 3 y 5 años. Un familiar cercano. Como su tío. Aquella tarde se le cayó la revista que tenía entre sus piernas. Y, paralizado, comprendió el grueso de su propia historia. El niño que había sido, apenas unos años atrás, tenía razón. Aquello que pasaba prácticamente cada vez que iba a casa de su tío no era normal. No le hacía sentir bien. Porque no estaba bien. No quiso salir de casa en una temporada y sus aitas pensaron que eran cosas de la edad. Se deshizo de todos los regalos que su tío, hermano de su madre, le había dado a cambio de no decir nunca nada. A cambio de guardar el secreto siempre. El niño obedeció, el adolescente también. En realidad, no hubiera sabido explicarlo. A su paso por varios psicólogos, intentó gestionar la tristeza que sentía por haber sido abandonado, la rabia por que nadie se diera cuenta de lo que ocurrió, por tener que seguir disimulando en las comidas familiares. Intentó gestionar el dilema de contarlo y que la familia saltara por los aires. Intentó gestionar su propia sexualidad. Intentó recomponer una infancia hecha pedazos en secreto en una familia aparentemente normal. Ahora, sentado frente a él, veía a un anciano achispado por el vino, inexplicablemente resistente a todas sus enfermedades, un hombrecillo débil y poderoso. Todos en aquella mesa reían sus ocurrencias. Todos celebraban un año más de su existencia, sin saber que, en realidad, festejaban la vida de aquel monstruo sentado en su mesa.