Nuestro coche es un bazar y un desastre. Recapitulo: es un bazar desastroso. En lo del desastre yo he contribuido bastante, rozándolo en el garaje un día sí y otro también cuando recuperé mi olvidado carnet de conducir y medir las distancias no era lo mío (que ahora tampoco, pero las del coche sí). Nuestro vecino, que cuida su vehículo más que al hijo que no tiene, siempre nos mira horrorizado. Y alguna vez ya tuve que tocar su puerta con el rabo entre las piernas para confesar mi problema con las distancias y cómo esto afectó a su carrocería. Como aprecio mi vida, decidí aparcar siempre en la calle y dejar las maniobras marcha atrás a mi pareja, en un más que confesable reconocimiento de mi desigualdad de género en este sentido. Hay cosas que no puedo hacer y aparcar de culo es una de ellas, vivo con ello. Dejando de lado éstas, mis limitaciones, si una arqueóloga se adentrase en nuestro vehículo encontraría el origen de nuestra civilización. Si lo hiciera una bióloga, hallaría las primeras cadenas de ADN con todas sus proteínas. Una start up podría montar una nueva tienda online con almacén ilimitado. Y esa famosa fábrica de galletas demostraría que las suyas aguantan meses intactas en condiciones extremas. A saber qué les echan. Y en todo este caos, de verdad de la buena, yo no tengo nada que ver. Me limito a dedicar un día entero en el pueblo, como los señores de las pelis americanas, a vaciarlo y pasarle el aspirador con la vana esperanza de que, esta vez sí, seremos capaces de mantener cierto orden. Pero las esperanzas vanas tienen de malo eso, que son inútiles. La conquista del desastre regresa desde el maletero y, semanas después, extiende sus tentáculos por cada rincón, que hay que ver cuántos tiene nuestro coche. Porque la suma de dos niñas, el coche y, a veces, la hija de las vecinas, da como resultado un caos más complejo que el del propio Universo.