El lunes por la noche, casi por casualidad, terminé en Ipurua viendo el partido entre el Eibar y la Unión Deportiva Las Palmas. El renovado y coqueto estadio eibarrés albergaba un encuentro trascendental no solo para ambos, también para otros equipos entre los que está el Alavés, de cara a la pelea por el ascenso a Primera División. He de decir, de paso, que esta lucha final por un puesto en la élite está siendo una de las más bonitas e igualadas que recuerdo, con cinco equipos separados por dos puntos a falta de únicamente tres jornadas. Pero en mi visita a Ipurua hubo algo que no sé si me sorprendió pero que me llamó la atención: la cantidad de niños que había en el estadio. Lunes a las nueve de la noche y allí estaban, con la bufanda y la camiseta, animando a su equipo.

Y digo que me llamó la atención porque últimamente se repite demasiado eso de que a los más jóvenes ya no les interesa el fútbol porque, a juicio de no sé quién, es lento, aburrido y los partidos se les hacen demasiado largos. Y no sé cuánto habrá de cierto en todo eso, pero la realidad es que lo que yo percibo a mi alrededor no se corresponde con este relato cada vez más extendido. La verdad es que cada vez que paso por delante de un colegio, veo a un montón de niños y niñas jugando con un balón y que la mayoría llevan camisetas de distintos equipos, entre las que siempre predomina una: la del Glorioso.

Es indudable que los más jóvenes hoy tienen más alternativas que nunca, que conocen otros deportes que antes a lo mejor no conocían, o que tienen al alcance de la mano tabletas, pantallas y videojuegos; pero tal vez sea eso mismo lo que da más valor al hecho de que, incluso con toda esa competencia, el fútbol siga siendo predominante y esa percepción de que ha perdido posiciones no sea más que eso: una simple percepción. De la misma manera que ocurre en otros ámbitos donde algunos pretenden convertir su percepción, o su interés, en una realidad que no es tal.