El esquí de travesía es una modalidad en alza. El reencuentro con la naturaleza que para mucha gente ha supuesto la era post covid ha contribuido a ello casi tanto como los precios cada vez más prohibitivos de las estaciones, sobre todo las españolas. Los traveseros no pagan sillas ni remontes. Solo sudan lo que no está escrito subiendo a pinrel con la ayuda de pieles sintéticas adheridas a los esquís. Si la cuesta se pone tiesa y la nieve muestra su cara más dura, hay que pedir el auxilio de cuchillas. A veces, los crampones sustituyen a los esquís, que acaban la subida atados a la mochila. Luego viene el premio a tanto esfuerzo en forma de descenso.
A pesar de mi pobre destreza técnica –mis amigos siguen haciendo comentarios jocosos cuando me ven bajar. Cabrones– soy un devoto de esta modalidad deportiva que aúna lo que para mí son las más satisfactorias de cuantas actividades físicas puede desarrollar una persona al aire libre: el montañismo y el esquí. Tan devoto que ayer decidí darme un homenaje y pasar la mañana en Larra, con las tablas. Es un lugar donde siempre te encuentras con gente que va hacia Anie o Añelarra. Ayer no había nadie. La presencia humana más cercana era alguno que bajaba por las cercanas pistas de Arette. Tampoco era de extrañar. El paisaje que habitualmente en esta época se presenta todavía de un blanco inmaculado aparecía punteado por innumerables calvas oscuras que aumentaban de tamaño hasta abarcar buena parte de las vertientes sur y este de los montes. No vi ningún sarrio, pero sí mariposas y lagartijas, especies que no deberían estar ahí, a más de 2000 metros, un 20 de marzo.
Al volver a la Contienda, el termómetro del coche marcaba 21 grados a las 13.30. Salí pitando. El esquí de travesía lo inventaron los franceses, quienes lo llamaron ski de printemps, esquí de primavera. Como tal, de seguir estas temperaturas, en nuestros Pirineos le queda un telediario. Como a otras muchas cosas.