Hoy mismo comienza la primavera, que era cuando antes (mucho antes de las redes y los chats marisabidillos de la IA) comenzaba el año, por aquello de que ahora se produce el despertar de la naturaleza de su letargo invernal, etcétera, etcétera. Y eso me da una excusa para una reflexión poco fundamentada, como suele ser habitual en este Milenio, sobre eso de “la gran renuncia” con la que titulo la columna. Cierto que lo suelen poner con mayúsculas, que siempre es más pomposo, un invento que viene de la psicología organizacional, o sea, del trabajo. Ya saben, ese lazo con el que el capitalismo ha ido inmovilizando a la masa laboral para crearnos ansiedades que solamente se resuelven cuando nos pisan un poco la cabeza en aras de “la organización”.

Sucede que a pesar del sistema tan elaborado que se ha creado en las empresas para tenernos entre la ansiedad y la depresión con condiciones de trabajo injustas, en una situación que asumimos solo porque no es cosa de irse al paro o quedar relegado al furgón de cola, en los últimos tiempos hay gente que prefiere decir que no traga todo ese agobio, que prefiere buscarse otro sitio donde pueda tener una vida más equilibrada. Renuncio y busco un lugar decente; basta de soportar la presión y la angustia de jefes incapaces de entender a sus equipos, de posponer la conciliación por plazos absurdos. La gran renuncia es lo que deberíamos haber exigido años atrás. La crueldad es que si el sistema lo reconoce como una tendencia ahora nos lo venderán como la nueva zanahoria para mantenernos en lo mismo. Si cedes un poco, no tienes que irte, es temporal, simplemente adáptate a nuestro nuevo sistema más guay (aunque luego comprobarás que es el mismo de siempre). Y es que al final siempre renunciamos a nuestros derechos, esa sí que es la gran renuncia.