Adoro a Roald Dahl. Lo descubrí cuando tenía 9 años y me acompaña desde entonces. Una editorial inglesa, con el beneplácito de los herederos del escritor, ha cambiado en sus obras insultos, descalificaciones y expresiones que creía racistas, para proteger a las pobres criaturas que se acerquen a conocer a James, Charlie o Matilda. Anteponiendo la corrección política, ha creído que mutilar la obra de Dahl evitará a las inocentes lectoras confundir la ficción con la realidad. Como si fueran a comerse un bol de gusanos cuales Hompa Loompas. O peor. Roald Dahl tenía fama de ser intratable, racista y misógino. Yo no le conocí. Solo sé que sus libros me hacían volar. Era un autor irreverente y sarcástico, que seguramente utilizó la escritura como catarsis por su espantosa infancia en un orfanato. Sabía tratar con extremada ternura a muchos de sus personajes y castigaba con crudeza a otros absolutamente deleznables. Pero, sobre todo, Dahl nos hablaba a las pequeñas lectoras como seres inteligentes, sin tapujos, sin maquillar nada, fuera bello u horrible. Algo difícil de encontrar en la literatura infantil, plagada de lobos vegetarianos y personajes que siempre comprenden y perdonan, anhelante de lectoras angelicales que nunca odiarían a esa niña que les hace la vida imposible en el cole. Nuestra enfermiza sobreprotección de la infancia nos lleva a censurar las palabras escritas por un autor en una época concreta y con unas vivencias determinadas para tapar aquello que nos incomoda, en vez de ver en ellas la oportunidad de hablar con nuestras hijas y conocer quizá esa parte de su personalidad que nos da tanto miedo. Sin embargo, preferimos poner a su alcance contenidos carentes de la mínima imaginación, plagados de mensajes de sumisión, desigualdad de género, violencia… La censura no termina. Mr. Fleming, su James Bond será el siguiente.