Creedme si os digo que no soy una mujer a la que le importe demasiado la edad. Al menos, de momento, que nunca se puede decir de este agua no beberé. Mi consciencia sobre el inevitable paso del tiempo se mueve más entre lo que sucede a mi alrededor que en los surcos que van dejando las arrugas en mi piel. Algo, esto último, que tampoco me quita el sueño, la verdad. Sin embargo, hay veces que esa fortaleza de ánimo y convicción se ve dinamitada un día cualquiera por una simple anécdota. Por ejemplo, cuando recibes una invitación para reencontrarte con tus antiguas compañeras de facultad, porque se cumplen 25 años de tu licenciatura. Toma ya. Petardazo directo a la línea de flotación. Esta convocatoria me da entre vértigo, nostalgia y curiosidad. Vértigo porque un cuarto de siglo son palabras mayores. La cincuentena me acecha y, admitámoslo, una nunca piensa que vaya a llegar. No digamos cuando estás comenzando la veintena y te crees inmortal. Nostalgia porque los de la carrera fueron años intensos, maravillosos y terribles a partes iguales. Mi facultad fue un taller de diamantes en bruto totalmente inexpertos que se convirtieron en carbón al contacto con la vida real. Siempre he sentido y sentiré el Periodismo como una de las profesiones más extraordinarias. Pero exige unas capacidades de creatividad, vocación y reinvención que no se ven compensadas para nada en su realidad laboral, donde se dinamitan talentos y pasiones, donde la libertad no existe y donde siempre hay alguien a quien rendir cuentas. En aquella época creíamos estar definiendo nuestro futuro pero, en realidad (diría que por suerte), la vida siempre es sorprendente y a muchas nos tenía preparados otros destinos. En fin… Y también tengo curiosidad porque, a ver, venga: que levante la mano la invitada que no se perderá la cita sólo por ver la pinta de las demás y lo mucho que han envejecido...