Tengo un compañero que es un negacionista del machismo disfrazado de un soldado defensor de los derechos de los hombres. Al principio, me daba una rabia tremenda. Antes de que ningún lector airado se me espante, aclararé que no me enfadaba porque crea que los hombres no deberían tener sus derechos, porque todas en este mundo deberíamos tener los mismos, en base a esa teoría que nos suena divina. Lo que me cabreaba era que su pretendida defensa siempre rayaba en la provocación. Si comentábamos la noticia de otra mujer asesinada por su pareja, no era violencia de género sino violencia y punto. Si la noticia era sobre una mujer que había asesinado a un hombre, se quejaba de lo poco visualizado que está en nuestra sociedad el gran drama que los hombres sufren en silencio. Si hablábamos de paridad, para él era una absoluta discriminación hacia el género masculino. Si opinábamos sobre la sangrante diferencia de sueldos que existe entre hombres y mujeres en puestos exactamente iguales, decía que los datos se tergiversan. Si mencionábamos los talleres sobre igualdad dirigidos a hombres, denunciaba la existencia de una mano negra dispuesta a radicalizar posturas para generar más polémica. Y así todo el rato. Y yo no entendía cómo un tipo joven, con un nivel económico diría que medio-alto y con estudios podía soltar estas perlas frente a una realidad tan lamentablemente dramática que define, nos guste o no, la paradoja de esta sociedad moderna en la que creemos vivir. Pero así es él. Y así son otros tantos como él. Quiero pensar que cada vez quedan menos hombres así y menos mujeres que les escuchan embelesadas, sin rechistar, les crían en esos errores que buscan seres utópicos, invencibles e invulnerables, les admiran como el macho Alfa que siempre les protegerá. A veces, cuando vuelve a la carga, paso del enfado a la tristeza. Pero, en el fondo, creo que lo que más me da es pena.