La conquista de Bilbao por las tropas franquistas, el 19 de junio de 1937, y del resto del oeste de la provincia de Bizkaia las semanas siguientes, marcó el punto de inicio de la represión franquista en este territorio histórico. El mismo 20 de julio se decretó el estado de guerra en la provincia, sometiendo todos los delitos que se hubieran cometido desde el 18 de julio de 1936 a procesos sumarísimos de urgencia.
En Bizkaia, por tanto, fue el nuevo régimen quien, a través de unos instrumentos legales creados ex profeso, ya perfectamente engrasados a la altura de junio de 1937, canalizó la persecución política y social en la provincia.
Durante los meses siguientes a la caída de Bilbao, la actividad de los juzgados franquistas fue frenética para dictaminar los miles de causas que se habían instruido. Casi 15.000 expedientes fueron resueltos en los 6 meses siguientes.
Se detuvo a miles de personas, mujeres y hombres, no solo responsables políticos, gudaris y milicianos que habían depuesto sus armas; la sospecha caía también sobre toda persona susceptible de responsabilidad política, sindical o social. Tras la detención, venía la entrada en la cárcel, y un limbo jurídico de días, semanas o meses hasta comprobar las denuncias y acusaciones. Entonces, se iniciaban los Consejos de Guerra. Las personas detenidas se trasladaban desde la prisión a una de las salas de la Audiencia donde eran juzgadas sin las menores garantías procesales. De vuelta en la cárcel, recibían el fallo de la sentencia a través de las autoridades carcelarias correspondientes.
El verano de 1937 la Prisión Provincial de Bilbao, conocida como cárcel de Larrinaga, situada en Solokoetxe, recibió tal cantidad de hombres y mujeres detenidas que se desbordó casi de inmediato. Así, se habilitaron como prisiones edificios dedicados a otros fines, lo cual permitió aliviar el volumen de población penal en Larrinaga y también segregarla por sexo. A las mujeres se las trasladó al cercano chalet Orue, en Zabaldide. Apenas 350 metros separaban esa prisión habilitada para mujeres de la prisión provincial, menos aún de la prisión habilitada en El Carmelo y un poco más alejada quedaba la prisión de Tabacalera, estas tres últimas para hombres, todas en Santutxu. Completaba el “gran penal” de Bilbao: el colegio de los Escolapios y el Campo de Concentración de Prisioneros de Deusto.
Por la Prisión Provincial de Bilbao y la habilitada de mujeres en el chalet Orue pasaron más de 2.500 mujeres entre 1937 y 1942. Algunas se quedaron años; otras, meses, semanas, días. Las vecinas de Bizkaia entraban como preventivas a espera de juicio; por rebelión, sobre todo los primeros años y por delitos comunes, después, cuando el hambre y la miseria golpeó con desigualdad todo el país. Muchas de las primeras encarceladas fueron liberadas por sobreseimiento de los casos, pero las que sí fueron sentenciadas cargaron con todo tipo de condenas. De hecho, no tener delitos de sangre ni acción directa en batallones no eximió las mujeres de las condenas más altas. Transgredir los roles y estereotipos de género, salir del ámbito doméstico, estar en la esfera pública, trabajar, y luchar, se saldó con 11 mujeres fusiladas. Suficientes para callar y someter al resto durante décadas.
Las de Bizkaia no fueron las únicas apresadas en el chalet Orue. En casi cuatro años entraron y salieron mujeres provenientes de prisiones de toda España en tránsito a los temidos penales del norte: Saturraran, Amorebieta y Durango. Un tránsito que podía durar más años. En ella pasaron parte de su condena Rosario Sánchez Mora, Dinamitera, Flor Cernuda, Carmen Machado, todas testigos de su propia historia y de los testimonios recopilados por la lucidez de Tomasa Cuevas.
La vida en esa prisión no fue mejor que en otras cárceles franquistas, la alimentación era deficiente, el hacinamiento insufrible y la disciplina férrea. El aparato carcelario ejerció en ella todo tipo de violencias para redimir a esas mujeres de supuestas culpas; violencias que dejaron marcas en sus cuerpos y en sus mentes. Encararon el paso por prisión como pudieron, o como les dejaron, porque la sombra de la cárcel era muy larga y extendía la duda sobre ellas a sus pueblos, barrios y calles. La cárcel truncó muchos proyectos vitales, por la ausencia prolongada fuera del hogar, por la cantidad de años en prisión, por el deterioro físico y mental. Por eso muchas mujeres regresaron a sus hogares y corrieron el velo del silencio; nunca del olvido. Otras, en cambio, lo contaron todo, aunque pocos las escucharan.
Lamentablemente, sus vidas no caben en una placa, ni siquiera en la que hoy recuerda en Santutxu el lugar donde estuvo la prisión habilitada para mujeres, el chalet Orue, la misma que rinde homenaje “a todas las mujeres represaliadas por el franquismo en las cárceles de Bilbao”. Es difícil hacer memoria de aquellas a las que ni siquiera se les dio voz. Sirva al menos, para generar inquietud, ganas de conocer y reflexionar; sirva para no repetir las violencias que todas ellas tuvieron que soportar.
* Mónica Calvo es periodista y antropóloga, forma parte del programa de Doctorado Sociedad, Política y Cultura UPV/EHU // Jon Penche es investigador Cátedra Unesco de Derechos Humanos y Poderes Públicos UPV/EHU