ay imágenes que nos hacen daño. Otras, sin embargo, nos reconfortan. Recordar una imagen, un momento pasado con alguien, una emoción sentida en un paisaje concreto, un gesto que se nos quedó grabado... Nuestra mente es un contenedor de imágenes que nos asaltan muchas veces sin avisar y nos hacen viajar en el tiempo y volver a sentir algo que creíamos ya pasado. A veces, las imágenes que guardamos están sin decodificar del todo, en esa fase en la que las emociones no hay llegado aún a convertirse en sentimientos, no han llegado a estar definidos, aún no tienen nombre. A veces tienen que pasar años para que se definan, para que cobren un sentido, para que las traduzcamos. Pero en todo ese tiempo nos acompañan, están ahí, guardadas en algún rincón de nuestro cerebro y basta un olor, una melodía o la vuelta a un lugar para que se enciendan en la pared que tenemos enfrente, como a través de aquel Cinexin con el que las y los de mi época soñábamos en nuestra infancia. Hay imágenes maravillosas que a veces se encienden por sorpresa; hay otras que son dolorosas y también vienen sin avisar. En estos días, pienso en las imágenes que se les quedarán grabadas para toda la vida a tantos niños y niñas en la guerra de Ucrania; también a tantos niños y niñas que sufren otros conflictos a los que hacemos menos caso. Imagino las imágenes que se quedan pegadas por un trauma, como las que se les habrán quedado de por vida a los niñas y niños que sufrieron abusos en la infancia y que, en muchos casos, han mantenido en secreto y no han podido hacer públicas hasta muchos años después. O las que se le han quedado a una mujer víctima de una violación. Somos un cúmulo de imágenes que aparecen y desaparecen de vez en cuando sobre una pared blanca. Cada vez que ocurre algo intenso en la vida de alguien, sobre todo si aún es un niño o una niña, se están generando imágenes que perdurarán para siempre. Las cosas no ocurren solo cuando ocurren. Verlas, recordarlas, es volver a vivirlas una y otra vez.