l otro día escuchaba por la radio que, según un estudio, en los Estados Unidos las fantasías sexuales variaban estadísticamente entre personas de izquierda y de derecha. Los republicanos, al parecer, frecuentan más fantasías de infidelidad mientras que los demócratas coquetean más con las de violencia. No he consultado el estudio puesto que no me interesa ahora su rigor o veracidad sino la sugerencia de reflexiones que permite esta idea, sea o no cierta.
Podría en todo caso tener sentido puesto que la fantasía transita por el territorio de lo prohibido, de lo tabú, de lo que no quieres traspasar. Por eso es una fantasía y no necesariamente una práctica. Dado que los demócratas rechazan más públicamente la violencia, bien sea la de que se ejerce contra la mujer, la que deriva del uso indiscriminado de armas, la que generan la discriminación racial y las desigualdades, o la que implican las campañas militares fuera, bien podrían fantasear con romper esos límites. Los republicanos, que gustan del discurso de la familia, la religión y los valores tradicionales, podrían por contraste gustar más de las fantasías que tocaran las fronteras de lo defendido por estos paradigmas.
Sería tal vez interesante sumar al puzle identitario de cada cual el estudio de los márgenes del ser que sus fantasías confrontan, bien por rechazo o por lo contrario. Y no hablo sólo ni principalmente de las fantasías sexuales, sino de las fantasías en general, sean liberadoras o exploradoras de zonas aterradoras, sean sueños o pesadillas.
Las nuevas fantasías de nuestro presente quizá estén en algunos casos centradas en desafiar las normas que la pandemia nos ha traído. Quizá las mascarillas devengan un nuevo objeto de culto del fetichismo. Quizá romper las reglas de protección y precaución sustituya pronto a las viejas fantasías otrora rompedoras y escandalosas, como el hábito de la monja o el uniforme nazi en los manidos tópicos de las viejas películas prohibidas de los 70s.
Pero es importante en todo caso distinguir la fantasía de la realidad, distinguir las ganas de enviarlo todo a tomar por saco que podamos a veces tener de la responsabilidad que nos debemos a nosotros mismos y a los demás. Estas Navidades, por tanto, prudencia y rigor. Y queden las fantasías en su territorio propio, que es la privacidad, el secreto y el silencio.
Pero lo cierto es que en la comidas y cenas navideñas el covid es el nuevo tema que rompe la convivencia como en el pasado la rompía la política. Hubo otros tiempos en que la política dividía a las familias. No podían tratarse asuntos de este orden sin que las espaldas se tensaran, la sangre subiera a los rostros, las miradas se hicieran defensivas esperando el ataque para contraatacar con mayor daño o se adelantara uno directamente a la legítima defensa preventiva de disparar primero. Hoy es la mascarilla, la vacuna o el pasaporte covid lo que tensa mil mesas familiares, lo que ha venido a separar al hermano del hermano (o del cuñado).
Quizá tenga después de todo algún sentido del que poder a la larga aprender. La Navidad es la llegada de Jesús, y él no vino, eso contaron los suyos, a traer a cualquier precio la paz a la tierra, sino la división y a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y a imaginar que los enemigos de cada uno serían los de su propia familia. Mateo contó en el capítulo 10 de su libro algo sobre esto. Me temo que esa desafiante provocación ha llegado este año de forma demasiado literal a muchas mesas.
Ante esta situación me remito en mi fuero interno al de Asís cuando decía aquello de que donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensa, ponga perdón; donde haya discordia, ponga yo unión; donde haya tristeza, ponga alegría; y, sobre todo, que no busque tanto ser comprendido, como comprender. Llámenme ingenuo, pero a falta de convicciones más seguras me apunto en la agenda la oración franciscana como propuesta de inicio de año.