entro en el bar. La camarera, una joven de melena pelirroja, habla por el móvil. Se me acerca sin dejar de atender al teléfono y alza las cejas. Entiendo que me está preguntando qué quiero. Le pido una caña. Sujeta entonces el teléfono entre la oreja y el hombro con gran habilidad para servirme la caña. Y sigue después hablando. No es una conversación urgente, habla con una amiga de todo un poco. Ya, maja, le dice de vez en cuando. Le pago mientras sigue hablando y con el móvil entre la oreja y el hombro, le da mis vueltas a otro cliente. Pienso que no está donde debe estar, sino en otro sitio. Me he acordado de una amiga que siempre dice que hay que estar estando. Y como ejemplo de las consecuencias de estar haciendo una cosa y tener la cabeza en otro sitio, suele contar que un día fue a candar la bicicleta a un árbol y candó sólo el árbol, dejando la bicicleta libre. Es lo que tiene no estar estando: que no te concentras en lo que estás haciendo. Que tus brazos, tus piernas, tu rostro no están en coordinación con tu cerebro. Quizá sea uno de los males que nos acechan en las relaciones personales en los últimos tiempos. Todos sabemos perfectamente lo que es hablar con alguien mientras contesta Whatsapps. Y el problema no es no estar estando, sino huir a un sitio que ni siquiera merezca la pena. Porque hay ocasiones en las que nos podemos permitir la licencia de escaparnos del momento presente: cuando soñamos despiertos con algo que nos fascina, cuando nos enamoramos y no podemos pensar en otra cosa, cuando tenemos un problema de difícil solución que nos preocupa mucho… El problema es no estar estando para estar en un lugar vacío, superficial, de puro entretenimiento. El problema es no escuchar lo que te dice tu amigo en una cena porque estás subiendo a Instagram una foto de lo que estáis comiendo. Pero, bueno, como dice mi amiga, todo tiene su parte buena. Cuando volvió a por la bici, ya se la habían robado, claro, ¿pero el árbol? El árbol no se lo llevó nadie. Estaba allí atado y bien atado.