- Desde que el 20 de mayo de 1992, en el minuto 112 de la prórroga, pusiera una vez más de manifiesto su maestría en el lanzamiento de las faltas para, con un misil propulsado por su pierna derecha, batir al italiano Pagliuca y convertirse en el artífice de la conquista de la anhelada primera Copa de Europa culé, Ronald Koeman tiene reservado un sitio de honor en la historia del Barcelona. El holandés fue uno de los grandes baluartes del Dream team que orquestó su compatriota Johan Cruyff y su paso por la Ciudad Condal dejó una profunda huella. Al igual que muchos de sus compañeros en aquel inolvidable equipo, el central se convirtió en entrenador después de colgar las botas. Sin embargo, su trayectoria en los banquillos no alcanzó ni de lejos el brillo de su etapa de jugador y se vio acompañado de bastantes más sombras que luces.

Por eso, cuando al final de la pasada temporada fue el elegido por el entonces presidente José María Bartomeu para hacerse cargo del proyecto el barcelonismo se sumió en un mar de dudas. Por un lado el recuerdo de su glorioso pasado sobre el césped le concedía cierto margen de maniobra pero, por el otro, su escaso bagaje como técnico abría numerosos interrogantes sobre su capacidad para llevar a buen puerto una nave que navegaba a la deriva.

Más todavía cuando, nada más tomar posesión, se vio azotado por tormentas capaces de asustar al marinero más experimentado. Un proyecto en descomposición a prácticamente todos los niveles -económico, deportivo, institucional...- que pareció recibir la puntilla con el anuncio de Messi de que abandonaba el Barça. El mejor jugador del mundo, el emblema del equipo durante más de una década saltaba del barco. Y lo hacía, además, abriendo un agrio enfrentamiento jurídico y público.

Finalmente la situación se recondujo mínimamente y la estrella argentina permaneció en el Camp Nou pero la marejada continuó siendo muy intensa. Porque Koeman llegó con la misión de emplear el bisturí a fondo y deshacerse de piezas fundamentales en el equipo hasta ahora (Luis Suárez o Rakitic por ejemplo) sin la más mínima garantía de recibir recambios de nivel similar. Con este casi insoportable mar de fondo arrancó la temporada y el Barcelona deambuló por el césped durante las primeras jornadas.

Cumpliendo la máxima de que al perro flaco todo se le vuelven pulgas, las lesiones de gravedad comenzaron a hacer acto de presencia (Ansu Fati, Piqué, Coutinho...) y el equipo blaugrana pareció iniciar sin remisión el camino hacia su definitiva descomposición. Los tropiezos continuos torturaban a un Barça irreconocible hasta situarlo al borde de la muerte deportiva.

Pero cuando más apretaba la soga el cuello, en el peor momento y contra todo pronóstico, Ronald Koeman comenzó a enderezar el rumbo de la nave. Primero con resultados positivos más fruto de la casualidad que de otra cosa pero, paulatinamente, acompañándolos de argumentos cada vez más sólidos. Y para ello el holandés se apoyó en las señas de identidad que había mamado desde niño en la escuela de su país de origen. Así, no le tembló el pulso a la hora de apostar por el casi adolescente Pedri en el centro del campo o recurrir a los integrantes del filial para cubrir las numerosas bajas que padecía la escuadra culé.

Al mismo tiempo, se ha encontrado con un inesperado pluriempleo al verse obligado a ejercer de portavoz oficioso del club en prácticamente todos los asuntos. El vacío institucional que vive la entidad tras la dimisión de Bartomeu y la posterior convocatoria de elecciones le ha colocado como única figura con voz autorizada y él no ha rechazado este papel. Una atalaya pública que, al más puro estilo Cruyff, también ha aprovechado con frecuencia para lanzar mensajes a su propio vestuario. Porque si algo ha caracterizado al holandés en estos meses al frente del Barcelona ha sido su sinceridad pública y la crudeza con la que ha puesto de manifiesto la realidad del rival del Alavés de hoy.

Esos mensajes, sin embargo, han conseguido calar entre sus pupilos, que le han correspondido con la reacción que les reclamaba y con su actuación en las últimas semanas han devuelto la ilusión a la parroquia culé. Por eso cuando el miércoles el equipo cayó derrotado ante el Sevilla (2-0) en la ida de las semifinales de la Copa del Rey -el torneo que más posibilidades ofrecía al Barça de salvar una temporada extremadamente complicada-, el técnico cambió de discurso. Lejos de repetir los palos (motivos no le faltaban tras los graves errores de Umtiti en los goles hispalenses), Koeman optó por el cariño. Era la segunda derrota blaugrana -la otra tuvo lugar en la final de la Supercopa ante el Athletic- desde comienzos del pasado mes de diciembre y el holandés quiso premiar el esfuerzo titánico desarrollado por sus hombres.

Confía todavía en enmendar el error en el encuentro de vuelta y no quiere que las dudas vuelvan a instalarse en un grupo que tanto le ha costado limpiar. Sabe también, eso sí, que no puede rebajar ni un ápice el nivel de exigencia. Porque un segundo tropiezo consecutivo hoy ante el Alavés volvería a teñir de un negro profundo el paisaje barcelonista a las puertas de retomar el pulso de la Champions con el duelo ante el PSG del martes. El Glorioso, por supuesto, tratará de derribar todos estos castillos en el aire culés pero, para ello, tendrá que frustrar los planes de un rejuvenecido Tintín Koeman que, como en las historias de Hergé, ha acudido al rescate de su Barcelona.

El técnico holandés está haciendo más con menos en la Ciudad Condal tras el envenenado legado dejado por Josep María Bartomeu

Gracias a su fuerte personalidad, no le ha temblado el pulso esta campaña para sentar a las vacas sagradas del plantel