- Cuando, apenas unos segundos antes de las nueve de la noche, la pequeña Uxue realizó el saque de honor en nombre de su abuelo, el histórico portero Javier Berasaluce presente junto a ella en el círculo central de Mendizorroza, Josefa no pudo evitar que una lágrima rodase por su curtida mejilla.

Sentada en el sofá de su casa, enfrente del televisor y en medio de sus nietos June y Jon, se la secó a hurtadillas con la gruesa bufanda albiazul que lucía al cuello. La misma que había tejido hace muchas décadas para su marido Julián. Esa que solo salía del armario cada quince días para la ineludible procesión a Mendizorroza. La que, en muchas ocasiones, había salvado de un buen catarro primero a sus hijos y después a sus nietos cuando sufrían junto al abuelo los gélidos inviernos del Paseo de Cervantes. Esa que en alguna ocasión había ondeado al viento para celebrar victorias y ascensos y en bastantes más había enjugado llantos por crueles derrotas y malas jugadas del destino. La misma que llevaba guardada en el cajón algo más de año y medio. Desde que Julián se marchó.

Pero el sábado era un día especial. El Deportivo Alavés cumplía nada menos que cien años. A ella nunca le había gustado el fútbol. Ni mucho menos ver los partidos, porque los nervios le revolvían el cuerpo. Solo con escuchar cómo abría la puerta su familia cuando regresaba de Mendizorroza ya tenía suficiente para saber el resultado. No necesitaba más.

Pero ayer era un día especial. El Glorioso cumplía cien años y Julián, que se había desvivido durante décadas por demostrarle con palabras y hechos que el Alavés es un sentimiento y solo así se puede vivir, no estaba para disfrutarlo. Así que a sus más de noventa años y casi por primera vez en su vida no se perdió ni un detalle del inolvidable Alavés-Real Madrid. Con sus nietos más pequeños y, por supuesto, la bufanda de Julián, la de la suerte.

Le habría encantado estar en Mendizorroza y vivirlo en directo desde el asiento que era de su marido y ahora ocupa su hijo pero el maldito bicho le ha encerrado en su casa. Lo mismo que a los miles de aficionados expulsados temporalmente del paraíso Pero solo físicamente. Porque aunque las gradas estuvieran vacías -"Os echamos de menos, no hay 100 sin 12", rezaban unas pancartas situadas estratégicamente sobre el cemento-, el Deportivo Alavés ni mucho menos celebró en soledad su primer siglo de vida.

Desde bastante antes de que el balón comenzase a rodar y hasta mucho después de que el colegiado decretase el final el silencio se transformó en una ovación atronadora e interminable. Sobre el césped no había once albiazules sino centenares. Jugaba Pacheco, pero también Berasaluce. Y Ciriaco y Quincoces y Primi y Feijoo y Valdano y Karmona y Pablo Gómez y tantos otros. Y Txutxi Aranguren y Mané salían del banquillo para dar órdenes junto a Abelardo mientras Menoyo, Compa y Don Juan Arregui se revolvían en sus asientos en el palco incapaces de guardar el protocolo.

Pero donde de verdad estaba la fiesta era en la grada. En la mítica General y en la actual GeneralPolideportivo Pero también en el resto del estadio. Al igual que en las más grandes ocasiones, no cabía ni un alfiler. La única ventaja de que la presencia pudiese ser solo en espíritu es que desaparecía por completo el peligro de que se repitiese alguno de los accidentes que han salpicado la historia del coliseo alavesista. Triste consuelo. Pero si de algo sabe la afición del Alavés es de mantenerse en pie, con la cabeza alta, pese al continuo embate de las olas de la vida.

Por eso, todo el amplio repertorio de cien años de hinchada con la sangre azul y blanca inundó por completo Mendizorroza bajo la atenta mirada y la sempiterna sonrisa de Donato en su marcador. Las modernas cámaras de televisión no fueron capaces de captarlos pero ahí, en sus asientos, estaban todos. Los actuales y quienes les enseñaron a amar al Glorioso pese a todo unidos en una sola voz. Dio igual que el Real Madrid se empeñase en intentar estropear la fiesta con sus goles.

Cerca de la medianoche a Josefa, ya en la cama, le pareció escuchar un ruido en la cerradura. Sus nietos ya no estaban con ella pero de inmediato reconoció la inconfundible voz que se arrancaba susurrando el Bravo equipo albiazul... Era Julián, que había regresado para acostarse junto a ella y disfrutar de otros cien años a su lado y al del Glorioso