Vitoria. Un 16 de mayo de 2001 pasó el Deportivo Alavés a formar parte de la Historia como el mejor subcampeón que nunca ha dado el fútbol. Los aficionados recuerdan siempre a los ganadores, a los que consiguieron los goles, a los que alzaron los títulos. Pocos son los que diez años después podrán recitar de memoria la alineación del Liverpool. Eso sí, muchos son los amantes del balompié que guardan en sus retinas la exhibición de un grupo de valientes legendario que tuteó a toda una leyenda continental y ofreció un espectáculo inolvidable. Porque fue El Glorioso el que hizo la mayoría de las cosas, las buenas y las que no lo fueron tanto, que se pudieron ver en el Westfalenstadion. Ni siquiera fueron capaces los reds de marcar el gol que les daba una Copa de la UEFA que descansa en Liverpool pero que por justicia poética debería tener residencia en Vitoria.
Fue una final entre dos clubes completamente contrapuestos. No podía haber más distancia entre un Liverpool que llegaba a Dortmund en busca de engrandecer una leyenda que estaba anclada en la tragedia de Heysel y un Deportivo Alavés que en su vida había pasado de humilde y que sabía mucho mejor qué eran los campos de arena que codearse con la élite, no ya solo continental sino también de la competición estatal, ya que la campaña 2000-01 suponía su octava temporada, la tercera en época moderna, en Primera División.
Tres títulos de Segunda División, una Copa Federación, un Campeonato de Bizkaia, una Copa de las Brigadas de Navarra y un Campeonato de Gipuzkoa. Todo ello ante dieciocho Ligas, seis Copas, seis Copas de la Liga, catorce Community Shields, cuatro Copas de Europa, dos Copas de la UEFA y una Supercopa de Europa. Soñaba el Alavés con tocar la gloria y pretendía el Liverpool extender aún más una leyenda que llevaba ya demasiados años en barbecho.
Desgraciadamente para el equipo transmutado con la remera de Boca Juniors después de haber asombrado a Europa como Pink Team, la historia de cada club pesó muchísimo en una puesta en escena por la que el Alavés comenzó a desangrarse. La inclusión de una alineación titular con tres centrales y un esquema 5-4-1, completamente diferente al que Mané venía utilizando, tuvo unas consecuencias totalmente diferentes a las que podían haberse previsto.
Cuando se pretendía reforzar la zaga y dar cierta libertad a los laterales para irse al ataque, el Alavés se vio repetidamente sorprendido en los primeros minutos por los balones largos que servía el centro del campo del Liverpool, comandado por un jovencísimo Gerrard y un veterano como McAllister que muy pronto comenzó a ganarse la designación como mejor jugador de la final.
El escocés, primoroso ejecutor a balón parado, puso en la cabeza de Babbel el servicio de una falta lateral cuando apenas habían transcurrido tres minutos. No podían pintar peor las cosas para un Alavés que se ponía en un escenario complicado, aunque, por desgracia, los nubarrones no habían descargado aún con toda su intensidad sobre Herrera.
No iban a tardar los reds en sacar provecho a su gran virtud, la del contraataque, aprovechando una recuperación en la zona de tres cuartos tras mal pase de Eggen. Tres pases certeros fueron suficientes para que, en el minuto 16, Gerrard se plantase ante Herrera. Parecía vista para sentencia la final, pero pasados los nervios iniciales pudieron mucho más las ganas de no hacer el ridículo.
Comienza la reacción Y no lo hizo el Alavés. Ni mucho menos. Fueron esos dos goles tempraneros en contra los que depararon una de las finales más brillantes de la historia, una actuación legendaria por parte de un equipo humilde que puso contra las cuerdas a todo un Liverpool, que se tambaleó ante la furibunda reacción de unos jugadores que esa noche en Dortmund se ganaron el derecho a convertirse en héroes y ser recordados no como perdedores de una final antológica, sino como poetas guerreros a los que solo un puntapié de la fortuna pudo tumbar.
En medio de semejante debacle, Mané fue valiente. Había que tener agallas en ese momento y las tuvo el preparador de Balmaseda para plantear un nuevo partido en desventaja y a calzón quitado, jugándose el todo por el todo con la entrada de Iván Alonso en sustitución de Eggen.
Fue la entrada del uruguayo la que le dio un nuevo aire a un equipo que, aunque tarde, comenzó a recordar al que habia asombrado a Europa entera con su enorme capacidad goleadora, de la que quedaba todavía el colofón. Lo inició precisamente el charrúa colgándose del cielo de Dortmund para cabecear con esa habilidad innata que aún conserva para conectar un testarazo a balón colgado por un Contra que demostraba que en ese momento era uno de los mejores laterales diestros del mundo.
No especuló el Alavés tras ese gol que ponía en pie a una afición que pensaba que su gran sueño ya se había acabado. Se fue El Glorioso al ataque y lo volvió a pagar caro con un nuevo contraataque fulgurante en el que Owen ganó la espalda a la zaga para plantarse ante un Herrera que, mala salida mediante, trabó al punta inglés y fue castigado con un penalti que, por fortuna, solo llevó aparejada una amarilla. McAllister marcaba desde los once metros y parecía enfríar los ánimos albiazules de camino a vestuarios.
Pese a ello, demostró el cuadro albiazul que estaba hecho de otra pasta. Lo que para otros podría haber supuesto un mazazo definitivo, para el equipo de Mané fue un nuevo acicate, otro más, que le sirvió para aumentar todavía más la fe en una victoria que estaba imposible. O eso parecía.
Y le dio vida El Glorioso a la final porque en ningún momento bajó la cabeza a pesar de que las circunstancias invitasen a ello. Apenas seis minutos necesitó Javi Moreno para, primero con otro cabezazo y posteriormente con una falta directa, acallar a una afición red que se las prometía muy felices pero que comenzaba a vivir en carne propia el veneno de un Alavés rompedor.
Ese empate le dio al conjunto vitoriano unas alas que ni siquiera necesitaba. Con más chispa en la banda izquierda tras la entrada en el descanso de Magno, el Alavés disfrutó de balón y oportunidades para completar su gesta, aunque en el minuto 65 llegó la segunda decisión de Mané que a día de hoy sigue siendo difícil de explicar. La entrada de Pablo por Javi Moreno no se entendió en ese momento y sigue sin entenderse cuando han pasado diez años.
Sin la amenaza del punta, se soltó el Liverpool y una de sus leyendas, Fowler, volvía a teñir el título de rojo al completar una jugada combinativa en la que se volvieron a ver las costuras de la zaga alavesista. Apenas quedaban veinte minutos de final, pero tampoco le tocaba al cuadro alavesista darse todavía por vencido. Quedaba aún un golpe de efecto, un chispazo de ilusión, una demostración de que ese Alavés no iba a doblegarse de aquella manera. Todavía quedaba lo mejor.
Ese momento de gloria llevó apellido ilustre. El de un Cruyff. El de Jordi. El de otro cabezazo genial en saque de esquina de un equipo que fue capaz de no rendirse a la adversidad. No podía morir así el Alavés y se agarró a la final hasta el último suspiro para convertir un partido de videoteca en uno de los mejores de la historia del fútbol.
Dramático desenlace Si alguien hubiese conocido en ese momento cómo se iba a desequilibrar el partido en una prórroga en la que había gol de oro -la única final resuelta así-, igual habría advertido de que era mejor no alcanzar los límites del sufrimiento y del dolor que sobrepasó El Glorioso en esos minutos finales de un enorme partido que bien mereció resolverse por penaltis.
Había llevado el equipo de Mané el peso del partido casi desde el comienzo al verse obligado a remar a contracorriente desde demasiado pronto y esa acumulación de esfuerzos acabó pasando factura con el paso de los minutos y la expulsión de Magno en el minuto 98. Soñó el Alavés con los penaltis, pero la historia le tenía reservado un final tan macabro como inmerecido pero por el que será eternamente recordado. Porque, por una vez, el perdedor reunió más méritos y alabanzas que un campeón que quedó ensombrecido por la casta de un humilde que soñó e hizo soñar que en el mundo del fútbol la realidad puede superar incluso a los sueños.
Por desgracia, todo acabó en pesadilla. Y de la peor manera posible. Una falta lateral que conllevó la expulsión de Karmona. Un centro envenenado de McAllister. Un roce en la cabeza de Geli. El alavesismo cerró los ojos en ese momento. Los ánimos se ahogaron en las gargantas. Las lágrimas comenzaron a correr pues no había espacio para otra cosa que para el llanto. Ni el peor enemigo podía haber trazado un final tan dramático, injusto y cruel. Pero no lloró solo el Alavés. Ni mucho menos. Esa noche, tan mítica como trágica, se ganó El Glorioso por derecho propio un altar en la Historia y un hueco en muchos corazones que lloraron al lado de un equipo que luchó por lo imposible y se quedó a un suspiro de lograrlo. Nunca un subcampeón fue tan glorioso.