Alos pueblos alaveses que abrazan la frontera de Burgos no se les pasa ni una sola noticia sobre el futuro de esa vetusta montaña generadora de residuos nucleares llamada Garoña. Es visitarlos, preguntar a los vecinos sobre el enésimo capítulo de la historia interminable de la central e iniciar un debate sobre salud, medio ambiente, economía y política que concluye siempre de la misma manera, sea cual sea la nueva noticia. Con preocupación. Si por ellos fuera, la planta atómica habría echado el cierre definitivo hace ya un montón de tiempo. Su inquietante proximidad no les da alegrías económicas como al otro lado del Ebro y sí una constante sensación de inseguridad. Pero, a la vez, son mayoría los que consideran que puede resultar casi más peligrosa “clausurada que en funcionamiento”, pues dudan mucho de que el desmantelamiento, al no generar ni un euro de beneficios, se realizara con todas las cautelas. Por eso, la última información recibida, que al parecer el presidente de Iberdrola descarta la reapertura, les ha dejado en vilo.
Y es lógico. Nadie se la esperaba. Nuclenor, la empresa propietaria de Garoña, formada a partes iguales por Iberdrola y Endesa, paralizó la actividad de la central en diciembre de 2012 alegando “incertidumbre regulatoria” pero no llegó a iniciar el desmantelamiento. En vez de eso se empezaron a realizaron labores de conservación y de mejora. Y tan sólo dos años después, con la aprobación por parte del Gobierno de España de un decreto ad hoc para permitir la reapertura de instalaciones nucleares que hubieran cerrado por motivos económicos, solicitó la reactivación hasta 2031 a la vez que aceleraba los carísimos trabajos exigidos por España y la UE para mejorar la seguridad. Se llegó a hablar de una inversión de cien millones de euros. Por eso en Álava todo el mundo creía que acabaría echando a rodar. “Pero si ahora el tal Ignacio Sánchez Galán dice que no es rentable su continuidad... No sé. Tal vez sea cierto, aunque a la vez resulta un tanto chocante”, señala Miguel Ángel Turiso, vecino jubilado de Comunión.
Lo que le llama la atención es precisamente que “en este tiempo en que ha estado teóricamente parada se hayan hecho trabajos de mejora de la seguridad, con visita incluida de japoneses para revisar la vasija del reactor, si Iberdrola pensaba que la central no es rentable”. Se pregunta, por tanto, si “en realidad hay algo más de fondo”, alguna estrategia orquestada como aquel traje legal de 2014 confeccionado a medida, “una negociación tarifaria o a saber”. Lo que está claro es que si Nuclenor llegó a ganar mucho dinero, hasta 150 millones de euros anuales, fue porque Garoña llegó a amortizarse, no por la energía que producía. En 2011, apenas supuso el 1,4% del total eléctrico. “Y eso es una nimiedad”, apostilla Turiso, “así que con esa inversión millonaria de la que hablaban no salen las cuentas”.
Ni a él ni a nadie, aunque ese tampoco es el problema de la gente. “Aquí lo que preocupa es el tema de la seguridad. El miedo es relativo, pero está claro que el riesgo existe porque es una central muy vieja, la más antigua de España”, dice el vecino de Comunión. Ahora bien, a Turiso casi le da más respeto cómo pudiera producirse el desmantelamiento que los últimos 42 años de actividad. El cierre de una central nuclear siempre trae consigo el problemón de cómo gestionar los residuos radioactivos de alta actividad que se producen durante el tiempo de funcionamiento. “Hace treinta años trabajé de forma indirecta para Garoña, con un tema de camiones, y recuerdo que la piscina de desechos estaba ya entonces hasta los topes. ¡A saber cómo se encuentra ahora y qué harían! Lo mismo lo dejan a su libre albedrío y es peor el remedio que la enfermedad”, opina, haciéndose eco de una alarma común.
Un recorrido de una mañana por el municipio de Lantarón da buena fe. “Yo dudo mucho de que el año pasado Nuclenor hubiera hecho todas las obras que dijo que había hecho para poder recibir la autorización de reapertura... Así que miedo por lo que podría pasar en cualquier momento, todo el del mundo”, afirma Jerónimo Carmen, un extremeño al que más de tres décadas en Fontecha no le han arrebatado el acento natal. Ni siquiera los mensajes de tranquilidad del marido de su sobrina, que trabaja en Garoña, le han hecho cambiar de opinión. “¿Qué va a decir él? También los pueblos de Tobalina están a favor de que se reabra porque reciben una compensación económica. Sin la central, a saber qué habría sido de ellos, pero que piensen por qué reciben ese dinero”, apunta. Su compañero de paseo, Fernando Díaz de Lezama, suscribe el discurso con una comparativa irrebatible. “Al otro lado del Ebro pasa como sucedía en Basauri. Decían que la dinamita era buena porque cobraban, pero cuando explotaba ocho o diez se iban al cajón”.
Por eso, los dos tienen muy clara su posición. “Garoña tiene que cerrar”. Y de ahí que quieran creer en las palabras del presidente de Iberdrola. “Si no es viable económicamente, ya están tardando en cerrarla. Pero que la cierren bien”. Es justo la frase que pronuncia la charcutera de Bergüenda, Esther Bringas. “Ya he leído la noticia, ya... Y qué quieres que te diga. Esta vez, a diferencia de la anterior, pienso que es verdad. Las eléctricas andan con problemas, cada vez se usan más energías limpias.... Y luego está el tema de toda la inversión que se le exigía a Nuclenor para poder reabrir la central. Puedo creerme que no sería rentable”, afirma. Lo dice, sin embargo, sin demasiadas alegrías. Aunque ella, como la mayoría de vecinos, apoya la clausura, le da “mucho más miedo” cómo la podrían llevar a cabo que todos estos años de convivencia con la amenaza nuclear a pleno rendimiento. Se pregunta qué problemas medioambientales y de salud podrían producirse si no ejecutan el desmantelamiento de manera adecuada. “Y ese es el problema, que creo que no la harían correctamente porque no es una labor que vaya a darles dinero. Y el dinero lo mueve todo”, subraya.
También en el bar La Pilastra, en la entrada de Puentelarrá, la sensación es que la historia de Garoña no acabará ni cuando la central haya echado la persiana. “Tengo claro que el mercurio está más controlado si hay actividad que si no. Creo que lo dejarán a su bola... Y a saber”, advierte el propietario del establecimiento hostelero, Jesús Yarritu. Sobre al anuncio del presidente de Iberdrola, sin embargo, no tiene tan claro qué pensar. No descarta que pueda tratarse “de una especie de órdago”, pero se decanta más por la despedida definitiva y se pregunta, por tanto, qué pasará con todos esos pueblos de Burgos que han hecho de Garoña su principal sustento, si existirá alternativa.
En principio, de producirse el cierre, los empleados de la central nuclear podrán estar tranquilos a medio plazo. O eso dicen dos vecinos de Miranda de Ebro mientras dirigen unas obras unos metros más adelante del bar. No quieren dar sus nombres porque creen que les ocasionaría un perjuicio laboral, pero uno de ellos se atreve a lanzar una información que, de ser cierta -Nuclenor no ha retirado la solicitud de reapertura y asegura que “todo sigue igual”-, sería una jugosa revelación. Un amigo suyo que trabaja en Garoña le ha contado que la semana pasada convocaron a la plantilla a una reunión en la que la dirección informó de que “el cierre es definitivo y se procederá desde ya y a lo largo de los próximos diez años al desmantelamiento de la central”.
“Pues ojalá sea verdad que Garoña deja de funcionar para siempre”, espeta Lucía Pérez de Mendiguren, vecina de Turiso. El municipio de Lantarón, tan rico en su patrimonio natural y cultural, convive con una decena de empresas que trabaja con materiales nocivos. Más que suficientes como, para además, tener que soportar hasta 2031 la maldición nuclear.