¿Qué hago en este coche? Voy sin moverme. Cuando no te mueves, a veces te vuelve la memoria.

Pero no sirve de mucho. Lo único claro es que el conductor fuma. El vehículo está lleno de un humo espeso. Me arden los ojos. Me estoy mareando. El señor tiene el pelo gris, motas de caspa en los hombros. Del espejo retrovisor cuelga una cadenita de perlas con un pequeño crucifijo.

Una cosa detrás de otra. El chófer vino a recogerme, me abrió la puerta, y los demás se quedaron mirando con la boca abierta, el escuálido Franz Krahler, la tonta de la señora Einzinger y también ese otro tipo bajito que nunca me acuerdo de cómo se llama.

Porque, en realidad, en el sanatorio Abendruh son todos los días iguales. Durante el desayuno, se oye la radio, se sale al parque, te duele la espalda, ponen la comida, echas un vistazo al periódico, te enfadas por algo mientras la tele está encendida; algunos la miran, otros duermen, siempre hay alguien que tose como si estuviera a punto de morirse. Luego enseguida se hacen las tres y media, luego sirven la cena y luego estás en la cama sin poder dormir, yendo al baño cada media hora. A veces hay visitas, aunque a ti nunca vienen a verte. A veces se muere alguien y se lo llevan. Eso sí, lo rarísimo es que un coche negro con chófer venga a recoger a uno que sigue vivo.

La ficha

  • Título: El director
  • Autor: Daniel Kehlmann
  • Género: Novela histórica
  • Editorial: Random House
  • Páginas: 376

Paramos en un cruce, tres jóvenes con pelos largos atraviesan la calzada muy despacio, el chófer baja la ventanilla y les grita que a los gamberros como ellos les vendría bien otra guerra y, como no le hacen ni caso, se pone aún más furioso.

Acelera de nuevo, pero sigue despotricando.

Y ahora me acuerdo: vamos a los estudios de televisión.

Pero ¿a qué programa? Me inclino hacia delante y pregunto.

El conductor se vuelve y me mira a través de las guedejas de humo, sin entenderme.

Repito la pregunta.

¿Y qué va a saber él?, exclama. ¿Qué le va a interesar a él nada de esa mierda?

Así que no digo nada más.

Pero él se ha lanzado. ¡Que le dejen en paz, hombre, que ya está bien! ¡En paz! ¿Es tanto pedir?

Se le pasa la rabieta para cuando paramos frente a los estudios.

Se baja del coche, lo rodea, me abre la puerta. Me agarra del codo, tira de mí. Esto es propasarse un poco, pero lo cierto es que me ayuda a salir sin caerme.

La fachada del edificio está todavía más gris que las de alrededor. Ahora están grises todas las casas de Viena, menos unas cuantas que están marrón oscuro. La ciudad entera parece cubierta de mugre. En invierno el cielo se antoja como de piedra y muy bajo, en verano se ve húmedo y amarillento.

Hasta eso era distinto en otra época. Cuando eres lo bastante viejo, sabes que en esta ciudad hecha de basura, humo de carbón y mierda de perro, hasta el tiempo ha dejado de ser lo

que era.

La portada de 'El director'. Elkar

La puerta giratoria se mueve a trompicones y, por un momento, me da miedo que mi trayecto termine ahí, pero llego al otro lado y, en el vestíbulo, realmente hay alguien esperándome: un hombre joven muy delgado con cara de inteligente y gafas redondas que me da la mano y se presenta como Rosenzweig, el redactor del programa.

–Encantado –le digo. Siempre me alegra que la gente joven sea educada. Ya no es nada frecuente–. ¿Y quién dice que es usted?

–El redactor del programa.

–¿Qué programa?

Me mira durante unos segundos antes de proseguir:

–¿Qué hay de nuevo este domingo?

–Ah, pues no sé.

–¡El programa!

–¿Qué?

–Es el nombre del programa: ¿Qué hay de nuevo este domingo?

¿De qué habla este hombre?

–Por aquí, por favor.

Me señala una puerta al otro lado del vestíbulo. Yo le sigo, recorremos un corto pasillo, luego nos paramos, y no me hace ninguna gracia que sea delante de un ascensor paternóster.

Pasa la primera cabina, y una segunda, en la tercera no voy a tener más remedio que subirme, me entra miedo, la dejo pasar también. ¡Vamos!, me digo, cosas peores has vivido. Cuando sube la cuarta cabina y llega a mi altura, cierro los ojos y avanzo tambaleándome. Consigo entrar, pero me habría caído si el joven no llega a sujetarme por el hombro. Qué bien que haya reaccionado tan rápido.

–Suélteme –le gruño.

Bajar de la cabina va a ser todavía más difícil, claro. Pero él ya lo ve venir, me pone la mano en la espalda y me da un suave empujón. Salgo medio tropezando, gracias a Dios me vuelve a sujetar.

–Déjeme –le digo.

Huele a plástico, de alguna parte llega el fuerte ruido de motores de gran tamaño. Recorremos un pasillo, a izquierda y derecha cuelgan en las paredes fotos con autógrafos de gente sonriente. A algunos los conozco: Paul Hörbiger, Maxi Böhm, Johanna Matz, y ahí está Peter Alexander, quien por algún motivo ha garabateado debajo de la firma «Muchísimas gracias a mi muy, muy querido público».

El joven abre una puerta en la que se lee maquillaje.

Sentado frente a un espejo está un tipo gordo con barba, de pie a su espalda una maquilladora le aplica polvos en la cara con una enorme brocha. Al apartarse la chica, el gordo se levanta de un salto, tan de golpe que me encojo del susto, y luego me abraza. Huele a loción de afeitado y a cerveza. Con voz llorosa de felicidad me pregunta:

–¡Franzl! Pero ¿cómo estás?

Farfullo que estoy bien, cosa que nunca es cierta, y ahora precisamente menos que nunca. Intento no tomar aire. Su barba me hace cosquillas en la cara.

–¿Y tú? –pregunto casi sin aliento.

–Ay, Franzl, ¿qué quieres que te diga? Mi Liesl murió hace dos años, y aquel asunto de Wurmitzer no acabó bien. Y yo aún le dije: «Mira, Ferdl, esto lo tienes que hacer sí o sí, por nuestra vieja amistad», pero ¿te crees que me escuchó? Y bien sabes que preferí quedarme con Senger, que luego no jugó limpio.

Me falta el aire. ¿Quién demonios es este tipo? ¿Quién es toda esa gente de la que habla? Por fin me suelta, coge del perchero una chaqueta del tamaño de una tienda de campaña, una de esas loden con botones de asta de ciervo, se la echa por los hombros y se va.

Me siento. La maquilladora empieza a ponerme cosas en la cara y pregunta, como siempre hacen las maquilladoras, a qué me dedico y cómo es que me han invitado a ese programa.

Nunca lo saben de antemano, nunca conocen a nadie, nunca se han informado, siempre preguntan.

–El señor Wilzek es director de cine –dice el joven que me ha traído. Ojalá me hubiera dicho su nombre, pero los jóvenes ya no saben comportarse.

Por supuesto, ahora ella me pregunta qué películas he hecho y todo eso, y yo, con el mismo sentimiento de amargura de siempre, enumero mis tres humildes títulos: Peter baila con todas, con Peter Alexander, Gustav y los soldados, con Peter Alexander y Gunther Philipp, y Schlück es el último en volver a casa, con gente de la que ya no me acuerdo.

Y, como no podía ser de otra manera, ahora pregunta por Peter Alexander. Que cómo es. Porque ella nunca ha tenido ocasión de maquillarlo, y ya es raro. Con la ilusión que le habría hecho conocerlo.

Le cuento la anécdota que cuento siempre. Desde el primer día del rodaje de Peter baila con todas, se sabía de memoria el texto entero. Entonces hubo que cambiar el plan de rodaje a última hora y una actriz joven cuyo nombre prefiero no decir, pues entretanto se ha hecho bastante famosa, solo se sabía el texto del día en cuestión, y entonces Peter la miró y le dijo: «Querida señorita, con los guiones pasa lo mismo que con los caballos, ¿quiere saber por qué?».

¡Por Dios, mi imagen en el espejo! En el sanatorio Abendruh no tenemos espejos, porque nadie se afeita solo; lo hace todas las mañanas Zdenek, el cuidador. Y así me pilla por sorpresa lo que veo: mis ojos muy hundidos, los colgajos de piel f lácida, los labios agrietados, la piel gris y arrugada en la cabeza calva. La americana me queda torcida porque mis hombros ya no la llenan, la corbata no solo tiene manchas por doquier sino que el nudo está muy mal hecho, lo cual no es culpa mía, pues yo hace mucho que no me sé hacer el nudo, eso también ha sido cosa de Zdenek. Ya podría haberse esmerado un poco más. ¿Cuántas veces se da el caso de que lleven a la tele a alguno de nosotros? Cierro los ojos para no tener que seguir viéndome.


SOBRE EL AUTOR

Da niel Kehlmann (Munich, 1975) es doctor en Filología germánica. Su obra ha recibido prestigiosos galardones, como el Premio de Literatura de la Fundación Konrad Adenauer, el Kleist, el Candide, el Thomas Mann y el Frank-Schirrmacher, entre otros. Su novela La medición del mundo ha sido traducida a más de cuarenta idiomas. Entre sus otros títulos publicados cabe destacar Yo y Kaminski, Fama, F, Tyll y Deberías haberte ido, estas tres últimas publicadas en Random House. Actualmente, Daniel Kehlmann es profesor en la Universidad de Nueva York.


Suena un zumbido, el aire frío que sale del espray de laca me roza la piel de la cabeza. ¿Para qué? Si apenas tengo pelo.

–Bueno, ¿por qué? –pregunta la maquilladora.

¿Qué pasa?

–«Como con los caballos», eso dijo Peter, ¿por qué lo decía?

¿Qué espera de mí esta señorita?

–Pues nada –dice al cabo de un rato–. Listo.

Me levanto, las rodillas no me responden, la maquilladora y el joven me sujetan.

–No se preocupe –me dice este al tiempo que me saca al pasillo.

En las paredes hay fotos firmadas de Paul Hörbiger, Johanna Matz, Peter Alexander. Con ese trabajé yo una vez.

–El señor Conrads solo le hará las preguntas de las que ya hemos hablado. Usted cuente algunas de esas bonitas historias de antes, así seguro que sale todo bien. Conrads solo hace las preguntas que la redacción ha escrito de antemano. Y la redacción, en este caso, soy yo mismo. Él no improvisa nunca.

–Necesito ir al baño.

El joven mira el reloj. ¡Rosenblatt! No sé cómo tengo esa información, pero ese es su nombre. Hay algo en él que me preocupa, pero ahora mismo no sabría decir qué.

Me señala una puerta.

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–Pero dese prisa, por favor.

Entro. Todo es complicado: tengo los dedos entumecidos y no acierto con la hebilla del cinturón ni con los botones del pantalón, así que tampoco es nada fácil bajarme el calzoncillo, y además la taza del inodoro está muy baja. Luego, para colmo, se me cae al suelo el papel higiénico. Me agacho, pero cuando voy a tirar de él, sale rodando y desaparece al otro lado de la abertura del cubículo contiguo.