Capítulo uno
Zarauz, junio de 1568
Bartolomé de Irigoyen despertó de madrugada sobresaltado por el sonido del viento, que rugía en el exterior como un gigante enfurecido. Se le formó un nudo en el estómago y se incorporó preocupado. La naturaleza estaba desatada y presintió que algo malo estaba a punto de suceder. Su sospecha se convirtió en certeza cuando escuchó varios golpes en la puerta.
Eran golpes fuertes, decididos. Se levantó, salió de su alcoba y bajó las escaleras hasta llegar a la puerta principal.
Con manos temblorosas descorrió el cerrojo y abrió la puerta de golpe, exponiéndose al fuerte viento que azotaba el exterior.
Parado frente a él y con el rostro iluminado por la tenue luz de la luna, encontró a Genaro, el maestre carpintero. Su expresión era grave, marcada por la urgencia y la preocupación.
—El viento ha volcado la Maritxu — dijo con gran desolación—.
Es grave.
La noticia cayó sobre Bartolomé como un mazazo, dejándolo momentáneamente sin aliento. La Maritxu, su creación más ambiciosa, su orgullo, la embarcación construida en homenaje a su difunta esposa y en la que había puesto todas sus esperanzas y todos sus recursos, yacía volcada en el astillero, víctima de la furia desatada de la naturaleza. El impacto de las palabras de Genaro hizo que su corazón comenzara a latir con demasiada fuerza y por un momento creyó que se detendría para siempre.
—No hay tiempo que perder — le advirtió Genaro—.
Tenemos que actuar cuanto antes.
Bartolomé logró reaccionar. Subió a su habitación, se vistió y despertó a su hijo mayor.
—¡Pedro! Levántate, debemos ir al astillero. El galeón ha volcado.
Ficha
- Título: Al subir la marea
- Autora: Ane Odriozola
- Género: Thriller
- Editorial: NdeNovela
- Páginas: 608
El joven dio un salto y salió de la cama rápidamente. En un par de minutos estaba listo para acompañarlos.
Para cuando llegaron al astillero Irigoyen, situado en las inmediaciones del palacio de Narros, la zona ya estaba atestada de personas que se habían acercado a ver, a ayudar o incluso tan solo a curiosear, a pesar de lo incómodo que resultaba estar a la intemperie con tanto aire. Entre el bullicio de la multitud, se escuchaban murmullos de preocupación y asombro, mientras los espectadores observaban con gestos de consternación la desoladora escena.
En cuanto Bartolomé vio la Maritxu desplomada, sintió unas enormes ganas de llorar. Cada tablón roto era como un golpe directo a su alma. El galeón en el que había depositado tantas esperanzas y sueños parecía ahora vulnerable y frágil, y él también se sintió de esa manera.
—Quizá debamos esperar a que el viento cese — opinó Genaro, tapándose la cara con su antebrazo para que no le entrara en los ojos la arena de la playa que el viento removía—.
Levantarlo ahora sería una locura.
—Necesitaremos voluntarios para la estabilización, y será mejor que consigamos unos cuantos bueyes de acarreo.
Si no, va a ser imposible — respondió Pedro, siempre más práctico y menos sentimental que su padre.
Bartolomé asintió y Genaro comenzó a dar las órdenes pertinentes a sus hombres. Los esperaba un arduo trabajo y debían estar bien organizados. Horas más tarde, cuando el viento perdió intensidad y tenían todo lo necesario, gracias a la fuerza de los animales, a la enorme cantidad de voluntarios que ofrecieron su ayuda y a las poleas que utilizaron, lograron levantar la embarcación y colocarla en las gradas del astillero de forma estable.
—Los daños son considerables. Parte de la estructura está muy dañada — sentenció Genaro—. Arreglar esto nos va a llevar tiempo y vamos a necesitar mucho dinero.
Bartolomé, en un gesto de desesperación, se cubrió la cara con las manos. Podía conseguir más tiempo, pero no más dinero. Con el corazón encogido, se vio obligado a aceptar una verdad angustiante: la Maritxu, tal vez, nunca llegaría a surcar los mares.
Capítulo dos
Zarauz, junio de 1568
El constructor naval Bartolomé de Irigoyen había logrado ganarse muy bien la vida construyendo pequeñas y medianas embarcaciones en su astillero de Zarauz. Su trabajo consistía en buscar inversores que aportaran el capital necesario para la construcción, en negociar la compra del material, en contratar un maestre carpintero que trabajara con su propio equipo y en supervisar todo el proceso de construcción. Había construido una embarcación tras otra, aprendiendo el valor del trabajo bien hecho y sintiendo el orgullo de ver zarpar un barco construido con sus propias manos, y lo hizo hasta que Luisa, su hija menor, manifestó signos de padecer la misma enfermedad que había enviado a la tumba a su madre. En ese momento, el constructor cesó su actividad y se centró en intentar curarla gastándose ingentes cantidades de dinero, visitando a un médico tras otro, para después hacer lo mismo con un curandero tras otro. Le dolía el alma al ver a su pequeña sufrir, y se gastó toda su fortuna intentando salvar a su hija, pero no lo consiguió. Extenuado por el esfuerzo que había supuesto viajar a tantos sitios en busca de un milagro y sin apenas dinero, cuando por fin decidieron darse por vencidos con la búsqueda de una curación que no llegó, Luisa decidió profesar los votos y dejar que las monjas la cuidaran, y Bartolomé, embarcarse en su proyecto más ambicioso.
—Construiremos un galeón de quinientas toneladas — le dijo a su hijo Pedro.
—Nunca hemos construido una nave de semejante tamaño, padre, y no tenemos dinero.
—Buscaré inversores. No será fácil, pero lo lograremos — afirmó convencido—. Se llamará Santa María en honor a tu madre, María de Zuazola, y será la mejor embarcación que haya salido jamás del astillero Irigoyen. Con ella tendremos buenos beneficios y recuperaremos parte de lo perdido.
Bartolomé necesitaba demostrarse a sí mismo que no había fracasado en todos los aspectos de su vida. No había podido salvar a su mujer de la desgracia y tampoco a su hija, pero era un buen constructor naval y necesitaba meterse de lleno en un proyecto tan ambicioso. Le costó un tiempo encontrar inversores que estuvieran dispuestos a desembolsar grandes cantidades de dinero, pero al cabo de un tiempo alcanzó su objetivo: los hermanos Galdós estaban dispuestos a financiar la embarcación.
Tuvo que hacer muchos cálculos antes de firmar el contrato que lo ataría a Juan y Martín de Galdós. Debía calcular el coste de la madera (el elemento más importante y del que dependería el precio del navío en un treinta por ciento, incluyendo el corte y acarreo); el precio de la clavazón (un barco de cierta envergadura exigía la colaboración de cinco toneladas de hierro); el de otros materiales como el cáñamo y el velamen; el pago de los trabajadores... Según sus cálculos, la Santa María, a la que comenzaron a llamar la Maritxu casi desde el principio, tendría un coste final de siete mil ducados.
—Cada uno de nosotros aportará tres mil ducados, no más — le dijo Juan de Galdós—. Es un desembolso importante y ni mi hermano ni yo estamos dispuestos a poner ni un ducado más.
Bartolomé decidió que él aportaría los mil ducados restantes.
—¿Y de dónde los sacaremos? — le preguntó Pedro.
—Pediremos un préstamo, hijo. Quiero tener parte en esta embarcación. La enviaremos cargada de mercaderías como hierro y herraje a Sevilla, y después la venderemos allí.
Recuperaremos el dinero tanto con la venta de las mercancías como con la venta de la nao.
Contactó con Pelayo Gallo, un prestamista que no le generaba demasiada simpatía, pero que no le puso ninguna objeción a la hora de firmar el préstamo.
—Un diez por ciento de intereses, Irigoyen, que no se te olvide — le dijo Pelayo con cierta arrogancia cuando cerraron el trato.
Con el dinero necesario en su poder, Bartolomé contrató a Genaro, el mejor maestre carpintero que conocía y quien había construido la mayor parte de las embarcaciones que habían salido de su astillero. Tenía plena confianza en él y en sus hombres, y con el paso del tiempo habían llegado a forjar una amistad en la que se entendían con tan solo una mirada.
Por contrato, si la embarcación no estaba finalizada para las fechas determinadas, Bartolomé tendría derecho a contratar a otros oficiales y Genaro debería cargar con los gastos añadidos por la tardanza, pero nunca habían llegado a tal situación.
SOBRE LA AUTORA
Ane Odriozola (Legazpi, Gipuzkoa, 1979) autopublicó El secreto de Gibola, su primera novela, donde plasma la realidad de Legazpi a principios del siglo XX. En 2020 continuó la historia con La sombra de Gibola, y en 2021 cerró la trilogía con Conspiración en Gibola. En 2019 obtuvo el reconocimiento Literatura Saria 2019 en la categoría de mérito cultural. Ha cosechado varios premios en concursos de relatos en euskera: el Premio Iparragirre de Literatura 2019 y 2021 en la categoría de narrativa, el premio Kimetz en 2022, y fue finalista en el III Certamen de Relato Corto Urrike. Tras El valle del hierro, su cuarta novela, ahora publica Al subir la marea.
Repleto de ilusión y con unas ganas infinitas por lograr que la Maritxu surcase las aguas de medio mundo, creyó haber acertado en su decisión de construir un galeón de semejantes dimensiones, dotado de muchos cañones y fuertemente construido para resistir los impactos de la artillería, hasta que aquel maldito viento había arruinado su sueño de un plumazo.
Los hermanos Galdós no tardaron en aparecer en las gradas del astillero. En cuanto vieron el desastre, uno de ellos comenzó a echar pestes contra las inclemencias del tiempo, mientras el otro examinaba los destrozos con detalle.
—Os dije que esto podía pasar y no me hicisteis caso — protestó Martín, el menor de los hermanos—. Teníamos que haberlo asegurado todo. ¡Os lo dije! — los recriminó alzando la voz.
Martín se refería al seguro que habían contratado en el Consulado de Burgos. Existía la posibilidad de asegurar tanto la construcción como la explotación del barco, pero ellos
solo habían asegurado la explotación de la Maritxu, creyendo que no era necesario asegurar la construcción.
—Nos íbamos a dejar un buen dinero en el seguro — le contestó Juan a su hermano en un tono severo—. Decidimos que solo aseguraríamos la explotación y ya no hay vuelta atrás. En su día nos pareció bien.
—A mí no — volvió Martín a la carga.
—Pues tu desacuerdo llega demasiado tarde. Buena parte de la nao está hecha trizas y no nos van a pagar ni un real.
Bartolomé no quiso entrar en la discusión. Él había estado de acuerdo en no asegurarlo todo, no porque no le pareciera bien hacerlo, sino porque no estaba en situación de aportar más dinero ni tampoco en la de pedir a los Galdós que lo hicieran ellos.
—Ya está estabilizada y bien amarrada — les informó Genaro tras varias horas de duro trabajo—. Apenas faltan un par de horas para que amanezca. Vayamos a descansar y mañana será otro día. Aquí ya, poco más podemos hacer.
Bartolomé, seguido de su hijo, abandonó el arenal de la playa con la visión de la malograda Maritxu retumbando en su mente, y con una fuerte convicción: estaba metido en un gran problema del que no sabía si podría salir.
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