Era un primer interrogatorio un tanto dificultoso. El tipo no paraba de llorar. Llevamos a término todos los protocolos aconsejados ante los excesos emocionales: le rogué que se serenara utilizando mi voz más dulce. Le alargué un pañuelo desechable. Garzón le ofreció café. Incluso le insinuamos que, haciendo una excepción, podía encender un cigarrillo aun estando en comisaría. No fumaba, no quiso café y llevaba su propio paquete de pañuelitos. Lo único a lo que parecía dispuesto era a seguir llorando con desconsuelo. Ni el subinspector ni yo somos dos monstruos. Nadie podrá acusarnos de no respetar la sensibilidad de los testigos. Pero de aquel hombre esperábamos algo más que un simple testimonio.
Las circunstancias lo hacían en principio sospechoso. En principio, nada más, porque justo al principio del caso nos encontrábamos. Hacía sólo tres horas que se había procedido al levantamiento del cadáver.
Christophe Dufour, ciudadano francés residente en España. Treinta y ocho años. Documentación en regla. Ocupación: restaurador. A falta de informes forenses más extensos, sabíamos que había sido asesinado de un par de certeras cuchilladas con un cuchillo grande y afilado. Sucedió de madrugada, mientras dormía apaciblemente en su food truck.
—¿Su qué? — preguntó Garzón exagerando el tono de la curiosidad.
—Ya sabe, subinspector, esas furgonetas que elaboran y venden comida. Ahora están muy de moda, son un fenómeno mundial.
—¿Y va a escribirlo así en los informes, fud trac?
—Es que si lo traducimos queda fatal. ¿Furgoneta de comida, camión restaurante?
—Pues a mí lo de fud trac me parece una majadería.
Le prometí buscar una alternativa hispana que no ofendiera su ortodoxia lingüística. El subinspector era así, capaz de ponerse melindroso con cuestiones adyacentes cuando los problemas que nos acuciaban eran de primer orden. Y en aquel caso lo eran: no existían pistas iniciales de las que pudiéramos ir tirando ni tampoco testigos. Si estábamos intentando interrogar a aquel plañidero contumaz no era porque de entrada existiera nada en contra suya.
Simplemente Eduardo Castillo era amigo y socio de la víctima — y como tal, algo debía de saber, o yendo un poco más allá, algo podía haber hecho.
—Señor Castillo, por favor. Si no se contiene un poco no podemos hablar, y está usted aquí justo para eso, para hablar.
—¿Y no podemos dejarlo para mañana? A lo mejor ya estoy un poco más entero.
—No, es importante que sea ahora.
—¿Por eso de que las primeras cuarenta y ocho horas después de un crimen son las más importantes para investigar?
—Más o menos — respondí, pero al comprobar que Castillo había abandonado el desvarío lacrimógeno y hacía preguntas de aficionado a la sección de sucesos, el subinspector perdió la paciencia.
—A ver, Eduardo, tiene usted cuarenta años.
A su edad, uno ya controla los lagrimales, así que no nos haga perder más tiempo y conteste a nuestras preguntas.
—Pero si todavía no me han hecho ninguna — dijo con la inocencia de un niño de pecho. Llevaba razón. En ese momento comprendí que el tal Eduardo era un hombre bastante especial y que, entre eso y el dichoso food truck, también aquel caso se presentaba como algo fuera de lo corriente. No me equivoqué.
FICHA
* Título: ‘La mujer fugitiva’
* Autor: Alicia Giménez Bartlett
* Género: Novela negra
* Editorial: Destino
* Páginas: 440
Eduardo Castillo Montes. Cuarenta años justos, lo que hoy en día se considera «un joven» y años atrás se denominaba un hombre en la madurez. Soltero.
Natural de Madrigal de las Altas Torres, pero trasplantado a Barcelona desde tiempo inmemorial. Estudios de Psicología que había abandonado en segundo curso. Por fin, aquel «sospechoso» tomó la palabra, y hubo momentos en los que pensé que lo prefería llorando a perorando. Era tan caudaloso en su expresión verbal que, tras preguntarle, nos veíamos obligados a cortar sus discursos cada dos por tres.
—Éramos los mejores amigos. Uña y carne.
Christophe era la uña porque aunque más joven que yo, era más duro y más resistente ante las adversidades. Yo, la carne, porque todo puede herirme con facilidad. Hace tres años que empezamos con este negocio. Nuestra sociedad hubiera podido convertirse en una olla de grillos. No sé si ustedes están familiarizados con el funcionamiento de un food truck, pero ya pueden hacerse una idea. El espacio para cocinar es pequeño. La mayor parte de las veces uno cocina y el otro sirve al mismo tiempo. Si no estás muy bien avenido, pueden saltar chispas a la menor ocasión.
Pero entre nosotros no hubo chispas jamás. Christophe hacía las especialidades que no había acabado de preparar la noche anterior y yo servía a los clientes sin el más mínimo estrés. Nuestra gastronomía, francesa en general, pero también con toques de «fusión», gustaba muchísimo y...
—¿Vivían ustedes juntos? — fue mi primera interrupción.
—Como estaba diciéndoles, la vida en el negocio del food truck tiene un cariz especial en muchas cosas. Por ejemplo, en cómo nos alojamos este tipo de empresarios. En nuestro caso...
—Lo que quiero saber es si existía una relación sentimental entre la víctima y usted.
—¡No, para nada, ni hablar! Los dos somos heteros y entre nosotros sólo había amistad. Además, como iba a decirles, por nuestra especial forma de vivir, ni siquiera compartíamos el mismo techo.
Nuestra furgoneta está acondicionada para que una persona pueda dormir con comodidad. Cuando llegábamos a un lugar para trabajar, uno de los dos tomaba una habitación en un hotel y el otro se quedaba en el vehículo. Nos turnábamos, un día él, otro yo. Así podíamos ducharnos y, al mismo tiempo, el que se quedaba vigilaba para que no sufriéramos robos ni vandalismos y...
—¿Es ese tipo de alojamiento lo habitual? — preguntó Garzón.
—Hay de todo, cada uno se lo monta como puede. A nosotros nos iba bien así porque...
—¿Dónde se conocieron?
—Comiendo en la barra de una cafetería. Habíamos pedido los dos el mismo plato, y como estaba infame, nos pusimos a despotricar en voz muy baja y entonces...
Mi paciencia empezó a flaquear.
—Eduardo, ¿podría ser más concreto en sus explicaciones?
—No la entiendo, pero si estoy concretando muchísimo.
—Eso está claro, concreta usted mucho y habla muy bien, con mucha propiedad. Lo que quiero decir es que no sea tan prolijo en sus explicaciones, que vaya más al grano de lo que nos interesa.
—Lo intentaré.
Talmente, parecía que estaba disfrutando del interrogatorio, que superada la fase de lágrimas, se sentía el protagonista de una representación teatral.
«Individuo curioso», volví a pensar.
—Hábleme de Christophe. ¿Tiene familia?
—No creo. Era la persona más solitaria del mundo. Nunca me dijo que tuviera familia.
—¿Novias, relaciones sentimentales?
—Era más bien de ligue puntual.
—¿Usted conocía a alguno de sus ligues?
—Sí y no.
—¿Puede ser más explícito?
—¡Es que tengo miedo de pasarme, inspectora!
Después del corte que acaba de pegarme...
—No es nada personal. Usted quiere que aparezca el asesino de su amigo, ¿verdad? Pues al hablar, piense en lo que puede ayudarnos a descubrirlo y en lo que no.
Suspiró resignado. Llevaba un mono tejano y un grueso jersey de lana. Desgarbado, de estatura media. Flaco, con nariz prominente, pelo lacio y pequeños ojos vivaces. Tenía una pinta divertida, un poco infantil.
—Yo conocía a los ligues que a veces hacía entre las clientas, era un hombre guapetón, tenía éxito con las mujeres. Pero cuando digo conocía quiero decir que las había visto. Él nunca me las presentó ni me hablaba de detalles. Era muy reservado.
—¿No le habló de su pasado?
—No demasiado. Había nacido en París, dio muchas vueltas por el mundo, había trabajado en un buque carguero, en una agencia china de importación y exportación.
—¿Y luego se hizo cocinero?
—No sé si era cocinero profesional con estudios y todas esas cosas, pero cocinaba muy bien.
—¿Les funcionaba su negocio desde el punto de vista económico?
—Sí, estábamos ganando bastante dinero. La historia de los food trucks es una moda en expansión.
No nos perdíamos una feria, ni una concentración deportiva... Cada vez teníamos más contactos, nos avisaban desde los ayuntamientos por si queríamos reservar plaza en algún evento. Todo nos iba muy bien. La idea era ahorrar hasta poder poner un restaurante convencional. Al final, todos nos aburguesamos y pensamos que echar raíces y vivir como la gente corriente es lo ideal a partir de cierta edad, aunque probablemente cometemos un error.
SOBRE LA AUTORA
Alicia Giménez Bartlett (Almansa, Albacete, 1951) ha publicado, entre otras, las novelas Exit, Una habitación ajena (Premio Femenino Singular 1997), Secreta Penélope, Días de amor y engaños, el gran éxito Donde nadie te encuentre (Premio Nadal de Novela 2011) y Hombres desnudos (Premio Planeta 2015). Con la serie protagonizada por la inspectora Petra Delicado se ha convertido en una de las autoras españolas más traducidas y leídas en el mundo: Ritos de muerte, Día de perros, Mensajeros en la oscuridad, Muertos de papel, Serpientes en el paraíso, Un barco cargado de arroz, Nido vacío, El silencio de los claustros, Nadie quiere saber, Crímenes que no olvidaré, Mi querido asesino en serie y Sin muertos. Ha recibido los prestigiosos premios Grinzane Cavour en Italia y Raymond Chandler en Suiza.