El programa se llama Destino Eurovisión. Toda una declaración de intenciones la de RTVE que, además de sacar partido a este fantasma colectivo con el que nos castigan cada año en esta preselección de candidatos, ha deslizado también un par de banderitas rojigualdas que se agitan cada vez que pasa la cámara delante de ellas. El concurso es más de los mismo: Anne Igartiburu en su vis de buen rollo y un jurado que a los concursantes que desafinan les dicen que "tienen un estilo personal". Afortunadamente no está José Luis Uribarri para desagravio de los prejubilados y los cientos de periodistas despedidos por esta cadena, pero a cambio han puesto a Boris Izaguirre con patente de corso para asumir los comentarios más frívolos y defender la cursilería como bandera. Además cuentan con uno de los cantantes más empalagosos del pop: Albert Hamon, un tipo que cantaba Échame a mi la culpa y que daba por desaparecido. Para los que perseguimos que la evolución televisiva vaya hacia espacios más creativos, la organización del evento eurovisivo es una pesadilla que cada año padecemos. Un mal sueño en el que salen a relucir los complejos más patéticos junto con los análisis "playa, paella y olé" como así lo dijo la hija de Azúcar Moreno que se presentó con la canción de su madre. No me hagan mucho caso: de la actuación del año pasado lo que más me gustó fue aquel infiltrado que burló todos los controles y apareció con barretina formando parte de la coreografía de Algo pequeñito. También cuenta con Javier Sardá con su personaje de Señor Casamajó. Hace quince días dijo que dejaba durante una temporada la televisión y lo vemos reaparecer en Destino Eurovisión repitiendo como el tópico de que los jurados siempre perjudican a los candidatos españoles. La mezcla Sardá, tele y música huele a rancio. Si la pruebas te repite todo el día.