La mañana se presentaba fresca y húmeda (como un lechuga al relente), con una leve niebla que daba al entorno un aire cuasi fantasmagórico muy propio de Halloween. Estaba terminando mi recorrido en la jornada de esa entrañable fiesta importada de los Estados Unidos cuando, en la parada del final de la calle Adriano VI accedieron al interior del autobús un esqueleto larguirucho, huesudo, con aspecto lánguido, y una bruja sexy de corta falda, leotardos rojos y escoba tumefacta. Sobrepuesto a mi primera impresión les cobré los dos billetes del recorrido recordando la costumbre carnavalesca consistente en disfrazarse, a modo de reverberación gore, de todo tipo de seres y enseres prestos a causar miedo. Un poco más adelante subió al vehículo un hombre sereno de mediana edad, acompañado de una niña de unos doce años que tenía el pelo revuelto y cara de pocos amigos. Se sentaron delante, justo al lado de la pareja de monstruos.

-Es un disfraz extraordinario -exclamó el esqueleto en referencia a la niña-.

-Sin duda -le respondió el señor-, que era el padre de la criatura.

-¿Disfraz? ¿Qué disfraz? -Cuestioné volviéndome hacia ellos en la calle Prado-, aprovechando que debíamos hacer unos minutos de tiempo antes de continuar la marcha.

-¿No lo ve? Espere, que le hacemos una demostración -y se dirigió a la cría-: A ver, Ainara, dime: ¿el señor conductor puede dar cambio de diez euros?

-Según el reglamento de la empresa no -replicó ella rauda y veloz con una voz gutural-. Porque sólo está obligado a aceptar un quíntuplo del importe del viaje. Aunque eso se contradice con otro artículo del reglamento donde pone que no se admite papel moneda.

-¿Ha visto? -continuó el progenitor-, se lo sabe todo. Hágale una pregunta difícil?

Sin entender muy bien el juego, le interpelé sobre los doce primeros decimales del número Pi.

-3,141592653589 -cantó casi sin pensarlo-.

La bruja piruja le conminó a recitar los afluentes del Nervión-Ibaizabal; el calavera le obligó a repasar de memoria los títulos de las obras completas de Dostoyevski; su papá le hizo que defendiera las premisas de la física cuántica; y yo, finalmente ante la insistencia del grupo, planteé unas dudas sobre el existencialismo que la muchacha solventó con airada gracia.

-Bueno, vale -dije cuando iba a arrancar-. Todo eso está muy bien, pero no veo a que disfraz se asemeja...

-¡Está claro! Al de la película El exorcista.

-No entiendo nada -exclamé asqueado-, aguantándome las ganas de darle un bofetón a la niña repelente.

-Hombre, pues como ha comprobado hablando con mi hija: a la hora de exponer conocimientos, siempre tiene la verdad en posesión?