Aunque todavía el otoño se mantiene firme, ya empieza a notarse que el invierno asoma y las primeras nieves ya empiezan a verse en las montañas, especialmente en el Pirineo. Aunque cualquier estación es buena para recorrer los valles, bosques y pueblos de esta zona, quizá ahora es cuando la belleza del paisaje se hace más peculiar tanto por sus colores como por la sensación de fugacidad de ese instante.

También ocurre algo similar cuando se visitan los pueblos que salpican este entorno, pero en este caso se da la impresión de recogimiento de que con la llegada del frío la impresión de recogimiento que ofrecen sus calles y sus casas. La piedra protectora de sus muros y la calidez del humo que sale por sus tradicionales chimeneas con tejadillo explican mucho de cómo viven sus vecinos su relación con el entorno.

Un ejemplo de esto es la villa de Borau, en la oscense comarca de la Jacetania, a unos 20 minutos de Jaca.

Borau se engarza en las laderas de montaña que llevan al Parque Natural de los Valles Occidentales. Juan R. Lascorz

Borau, entre adoquines y casas encaladas

Borau, rodeado por Canfranc, Aísa, Villanúa y Castillejo de Jaca, ha sido históricamente un importante núcleo comercial y financiero en la comarca, algo que se deja traslucir en la espectacularidad de calles totalmente adoquinadas y las casas encaladas o de piedra, muchas de las cuales mantienen el estilo típico de la zona, adaptado a las características condiciones ambientales de la montaña de Huesca.

Parte de su término municipal está ocupado por el Parque Natural de los Valles Occidentales, donde nace el río Lubierre, que atraviesa la villa y desemboca en el Aragón. Entre las cimas más reseñables a las que se accede desde Borau se encuentran Las Blancas, de 2.131 m de altura y apta para hacer en bicicleta, y el Pico de Enmedio, de 1.827 m y al que también se sube desde Villanúa. Esto hace que para los amantes de las actividades al aire libre se convierta en un excelente destino.

Las huellas del esplendor pasado de Borau se pueden encontrar en su casco urbano, donde las fachadas de sus edificios dan fe de ello. Sin remontarse mucho en el tiempo, en la propia entrada del pueblo se encuentra la antigua escuela, de 1928 y un buen exponente del patrimonio arquitectónico civil pirenaico. Adentrándose entre sus estrechas y empedradas calles, además de disfrutar de cada una de las casas destaca Casa Regino con sus ventanas con arquería que dan a la plaza del Ayuntamiento. Más adelante, la ermita del Pilar, en la calle del Molino, abre el catálogo del patrimonio religioso.

La iglesia parroquial de Santa Eulalia se erige en la parte alta de Borau. JLV

La iglesia de Santa Eulalia

La mayoría de las calles discurren cuesta arriba dirigiendo los pasos de los visitantes hacia la iglesia de Santa Eulalia, que domina el pueblo de Borau desde las alturas. El actual templo, del siglo XVI, se levantó sobre otro anterior de origen románico y del que quedaría como testimonio un viejo tímpano con un crismón en el muro norte. La iglesia tiene planta de una sola y amplia nave a la que se adosó una capilla sobre la que se alzó la torre que domina el skyline de Borau.

En su interior destaca el retablo mayor dedicado a Santa Eulalia, y titular del templo, cuyo estilo responde a las características que en la segunda mitad del XVI se trabajaban en Aragón.

La iglesia conserva también varias obras barrocas: el retablo de la Inmaculada, fechado en 1692, el retablo de la Virgen del Rosario, obra del siglo XVIII, y un Crucificado del siglo XVII de considerable calidad.

El viejo monasterio de Sasabe y el Santo Grial

Para llegar a la segunda joya escondida de Borau hay que salir de la villa y dar un paseo de dos kilómetros y medio, unos 35 minutos a pie, remontando el río Lubierre hasta San Adrián de Sasabe, un monasterio del siglo X que durante la Alta Edad Media fue uno de los más importantes del Reino de Aragón. De todo el conjunto, en la actualidad sólo queda en pie y visitable la iglesia. Además cuenta con leyenda.

La iglesia es lo único que queda en pie de l monasterio de San Adrián de Basase. Willtron

Según cuentan, San Adrián de Sasabe fue un convento visigótico en el que se refugiaron los obispos de Huesca en su huida de la invasión árabe. Entre los objetos que llevaban con ellos para evitar que cayeran en manos enemigas se encontraba el Santo Grial, el cáliz de la Última Cena. Este acto dio gran importancia histórica al monasterio entre la cristiandad de la Edad Media. Además, el cenobio fue sede de los obispos de Aragón hasta que se creó la sede de Jaca en 1077 y allí se trasladó.

San Adrián de Sasabe muestra una sola nave rectangular con presbiterio y ábside semicircular cubierto por una bóveda de cuarto de esfera. El interior es austero, con un único adorno en los muros: una imposta volada. En el exterior los detalles arquitectónicos son más profusos y destaca el sencillo ajedrezado característico del románico jaqués.