No sé si habrán tenido la oportunidad de observar una fotografía de Albert Gea, para Reuters, realizada el día de la comparecencia parlamentaria de Carles Puigdemont el pasado martes en el Parlament de Catalunya. El president de la Generalitat, visto de espaldas, sube las escalinatas del interior del edificio ante una nube de fotógrafos. En ese preciso instante, se encuentra a seis peldaños de alcanzar el rellano de la primera planta. Puigdemont se dirige a los despachos de la cámara con la sola compañía de un portafolios en la mano izquierda. Entre la elegancia neoclásica del edificio, la enorme expectación desatada y las escaleras con moqueta roja, podría tratarse de una estampa para cinéfilos. O sencillamente, la imagen del poder político, capaz de atraer todas las miradas. Sin embargo, bien mirado, la perspectiva de la fotografía empequeñece al president. Sus hombros cargados delatan la responsabilidad del momento, y sobre todo su soledad. Puigdemont camina solo. Solo ante el éxito o el fracaso, por mucho que gobierne un ejecutivo de coalición. Es la soledad del poder.

Ese peso de la responsabilidad, le estará acompañando a buen seguro durante este fin de semana, con presiones de todos los lados, entre las que no cabe olvidar, por cierto, el operativo de miles de policías apostados en el puerto de Barcelona. Puigdemont tomará una decisión colegiada, pero sabiendo que su nombre es el primero que se expone, incluso con posibles penas de prisión. Antes de repasar tres hipótesis sobre lo que puede pasar, es importante recordar que el requerimiento del Gobierno español al presidente de la “Generalidad”, consta de dos posibles tiempos. El primero, cuyo plazo expira el lunes, debe responder sobre si el Govern “ha declarado la independencia”. Un sí o un no, no más. “Cualquier contestación distinta a una respuesta afirmativa o negativa se considerará confirmación”, dice el documento. Así que la tesis de Enric Juliana de que estamos ante una “independencia enunciada, no declarada” no valdría como respuesta. En caso de confirmación por activa o pasiva, de haberse declarado durante unos segundos la independencia se ordenaría “el cese de cualquier actuación dirigida a la promoción, avance o culminación del denominado proceso constituyente”, con plazo máximo hasta el jueves. Dicho esto, abordemos tres escenarios.

Repliegue de posiciones. Si Puigdemont contesta con un no, se abrirían dos variables. La primera sería explorar si lo que dijo Rajoy en su réplica en el Congreso a Aitor Esteban es cierto. Esto es, un no sin necesidad de rectificar los planes independentistas. Su “no podemos renunciar a lo que pensamos” entendido en ambas direcciones. Tirar de tacticismo incierto; nadar y comprobar si el gobierno permite guardar la ropa. Un repliegue estratégico que llevase a unas nuevas elecciones, o simplemente aplazase durante dos semanas el conflicto, para cargarse por ambas partes de razones. Por lo tanto, un escenario difícilmente previsible, sobre todo el que no llevase a elecciones; devolvería la pelota al Gobierno, que tiene sus propias presiones para acelerar. Si la Generalitat, por pragmatismo, dijera que la independencia no se declaró el martes, al Govern más pronto que tarde se le haría obrar en consecuencia.

Un no sin rectificación difícilmente evitaría la aplicación del 155, pero es que ni siquiera un no a cinco años de procés evitaría multas y posibles penas de prisión. Recordemos que precisamente hoy mismo vuelven a declarar el major Trapero, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, y en la corte hay quien ya da por segura algún ingreso en prisión. En ese escenario, lo más previsible es una respuesta elaborada de Carles Puigdemont, que el Gobierno entenderá como una confirmación de la declaración de independencia. La rectificación total es descartable por completo: la renuncia a la independencia sonaría a sinsentido, y provocaría una decepción gigantesca en parte de la sociedad catalana, que el 1 de octubre se jugó el tipo. Dinamitaría toda la credibilidad de Puigdemont, y terminaría de arruinar las expectativas electorales del PDeCAT. “Nadie puede en este momento tirar hacia atrás”, me dice un periodista, y es que en política como en todo, aparte de lo imprevisible está la lógica.

Convocatoria de elecciones por Puigdemont. Opción no exenta de riesgos para el Govern, salvo en caso de garantía sólida de mediación. La primera incógnita sería la propia fórmula y el cartel electoral con el que concurriría la actual JxSí. Unas nuevas elecciones con carácter plebiscitario podrían sumir en una decepción al independentismo, que no viese colmadas sus expectativas, quebrase definitivamente la sintonía de la CUP, y volviese a la senda de lo que se ha denominado procesismo.

Mariano Rajoy las podría hacer coincidir con unas Generales y el Estado también podría suspender a políticos o partidos, y en definitiva activar el 155, en una derrota en diferido para los independentistas. Que Gobierno, PSOE y Ciudadanos vean las elecciones como una salida es un mal síntoma para el soberanismo. En los últimos días, la hipótesis plurinacional ha encogido en el Estado, si alguna vez tuvo predicamento. El nacionalismo español más involutivo se siente en forma.

Intervención de la autonomía. Un sí, o cualquier respuesta que el Gobierno entienda como una confirmación, activaría del todo el 155, lo cual devolvería la movilización a la calle, y entraríamos en un contexto represivo imprevisible. Es de sobra conocida la capacidad del PP de volver a recomponer el independentismo cuando sufre fatiga de materiales o problemas de cohesión interna. Hay un centralismo ahora reforzado por Ciudadanos y sectores del PSOE que desea poner patas arriba la autonomía. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Hasta qué grado de conflicto? Se trata de un momento inédito en el que bajo el marco del golpismo que ya se viene manejando, el Estado criminalizaría a la mayoría de la sociedad catalana, incluido Podemos, antes de convocar unas elecciones autonómicas. En esa situación, la duda es si se activaría la independencia.

Horas serias en ciernes.