Habrá urnas abiertas este año en Catalunya, sí, pero para unas nuevas elecciones autonómicas. Sin resquicio legal para el referéndum del 1 de octubre, más allá de otro desafío testimonial que en una Europa convulsa quedará relegado a la nimiedad, Carles Puigdemont acaba de hacer su penúltimo brindis al sol. Supone la esperada escenificación de una obstinada apuesta unilateral que contribuye a la confrontación inevitable ante el quietismo perverso del Gobierno español en una mano y la Constitución, en la otra. El desafío ha llegado hasta el borde del precipicio arrastrando por el camino -más mediático que dialogante- valores democráticos, de respeto a la pluralidad y nocivos para la pacífica convivencia. Llega, por tanto, el temido tiempo del portazo, del manido choque de trenes que nadie quería y del consiguiente victimismo que asegura rentabilidad política a corto plazo pero que solo sirve para extender la metástasis. Hablamos de la sinrazón.

Para algo menos de la mitad de la población catalana solo hay una vía de solución al prolijo conflicto institucional planteado ya oficialmente: que haya referéndum, sí o sí. ERC, lo que queda de Convergència y los grupos radicales de CUP se han orillado peligrosamente y por muy diferentes motivos al despreciar la propuesta menos frentista del nuevo partido de Ada Colau. Han exprimido la legalidad en la convocatoria de ayer como no les gustaría que lo hicieran sus rivales. Y lo saben, pero tampoco les importa. En realidad, sus auténticos objetivos son otros y ninguno pasa por el referéndum, ese pretexto.

En ERC, desde luego, solo hay satisfacción porque se siente ganador en todas las coyunturas imaginables. Consciente de que el PP jamás permitirá aplicando sencillamente la ley un referéndum que plantee la desconexión de España, el genuino representante del soberanismo catalán -y nunca el PDeCAT- queda legitimado para ondear su indignación. A su vez, si la sensatez acaba imperando por medio de la convocatoria de unas elecciones autonómicas, Oriol Junqueras tiene el general reconocimiento de que su segura victoria le convertirá en presidente de la Generalitat con entrada directa en Moncloa.

Al president Puigdemont, en cambio, solo le auguran negros nubarrones. Sin músculo político, con una dialéctica nada imaginativa, asentado su partido sobre el polvorín de la corrupción y del desengaño pujolista, las expectativas naufragan sin margen siquiera para rehabilitarse.

Ahora bien, le queda un as en la manga: acudir al Congreso, afear allí públicamente el inmovilismo de los dos principales partidos españoles y luego, en un gesto de buena voluntad, acabar proponiendo la apertura de un proceso de diálogo parlamentario que alargue el debate al menos un año. El tiempo necesario para que empiece a moverse el árbol, incluso para que Pedro Sánchez se quite de una vez el ropaje del miedo territorial y comprometa con realismo el ansiado debate territorial y la financiación autonómica. Posiblemente sería la prueba más determinante de su auténtica capacidad de mando como líder del socialismo español.

Y falta en el tablero Ada Colau, figura determinante en la resolución institucional de Catalunya, y a quien la llamada al referéndum y la posible convocatoria de autonómicas le cogen con discurso propio y asentada electoralmente. La alcaldesa de Barcelona se sabe alternativa real al desafío independentista desde su concepción federalista porque, además, nadie le puede reprochar su compromiso con el derecho a decidir desde su alma de compromiso social. Por ahí se desinfla gran parte del aire que pretende el globo soberanista y se debilitan las opciones de fuerzas identitarias ante unas elecciones anticipadas. Bien lo saben en la CUP, auténticos convidados de piedra más allá de sus pataletas cuando se empiece a jugar en serio este partido. Todo quedaría reducido a un mano a mano entre Junqueras y Colau y la música del referéndum apenas sonaría al fondo del salón.

De momento, el interminable raca-raca del referéndum acaba de convulsionar definitivamente los meses de este verano que ya se antojaban de todo menos pacíficos para el Gobierno, su presidente y el PP. Al desasosiego contribuyen en un puñado de días el sopapo constitucional a la amnistía fiscal, el espectáculo asegurado con Pablo Iglesias en la moción de censura metiendo el dedo donde más duele en compañía seguro del nuevo discurso socialista, y la cita con el tribunal para hablar de la financiación ilegal de campañas electorales. Demasiados sapos para una misma boca.