el PSOE transita abrumado por una campaña que le resulta hostil mientras trata de encontrarse. Se siente víctima de una responsabilidad ni buscada ni deseada que le abruma porque sabe que le acompañará mucho más allá del 26-J y quizá solo para desgastarle. Ahora, acapara sin proponérselo -¿cómo condena a sus debilidades?- el centro de las miradas retorcidas, de esas que huelen sangre porque sienten la presa herida, incapaz de revolverse para dar el penúltimo zarpazo. Y en el centro de la diana sitúan a Pedro Sánchez, asediado desde dentro y fuera de su partido cada vez que abre los ojos cada mañana. El candidato parece haber marchitado la chispa que se le suponía y como primera derivada de este fiasco podría precipitar dentro de una semana a la familia socialista hacia una de las situaciones políticas más humillantes y al mismo tiempo más comprometedoras de su historia para la esencia de su pensamiento.

Ningún sondeo cabal da un duro por la suerte del PSOE y, paradójicamente, se le asigna la tremenda responsabilidad de decidir el signo del próximo Gobierno de España. Bien querría Sánchez pasar este cáliz sin que le quemara en las manos. Solo lo puede conseguir dando un revolcón a los pronósticos porque le permitiría auparse otra vez en ese fino alambre en el que lleva meses resistiendo o sencillamente rindiéndose ante la intensidad de la catástrofe de sus resultados y el ansia de poder del entorno -los conocidos y los emboscados- de Susana Díaz que le forzarían a la retirada. Para aguar las encuestas, los socialistas fían toda su suerte a ese votante que siente vergüenza a reconocer públicamente que su opción no está en la polarización acuñada en estas elecciones entre PP y Unidos Podemos. Sánchez confía en ese socialista herido en su orgullo por las acometidas tácticas pero punzantes de Pablo Iglesias y que posiblemente tenga que taparse la nariz cuando se dirija a la urna. Por esa única vía cree que salvaría los muebles ya que así evitaría el temido sorpasso, sinónimo para él de angustia delirante.

Si no lo lograra, y más allá de la dimisión voluntaria o el cese forzado de Sánchez, el PSOE apenas sobreviviría a la presión política, económica e institucional. Caminaría convaleciente por su depresión, arrastrado hacia una oposición con el liderazgo usurpado y enfrascado en una convulsión interna, la dirección socialista trataría inútilmente de sacudirse de los bombardeos incesantes a izquierda y derecha para articular un pacto que facilitase un gobierno. Cualquiera de las dos alternativas rasga el corazón socialista. Un respaldo a Iglesias alentaría a ese sector del partido con innegable alma de izquierdas, pero sometería al PSOE a semejante vejación que le sería difícil de digerir en años. Por el contrario, el abrazo a la gran coalición o tan solo la abstención a favor de Mariano Rajoy agudizaría hasta límites insospechados el desencanto de una afiliación desencantada desde hace tiempo y, de paso, posiblemente allanaría el camino hacia una refundación. Hay derrotas amargas, pero sobre todo algunas?