Sorprende la frecuencia y la argumentación recurrente con la que desde círculos políticos y sociales españoles se pretende considerar de forma maniquea y simplista toda reivindicación y pretensión de mayor autogobierno vasco como una muestra de nacionalismo excluyente. Esa permanente mirada agresiva, hostil y cicatera hacia lo vasco no es, sin duda, aséptica, está dirigida a restar valor a nuestros avances políticos, sociales y económicos como pueblo y sociedad moderna. Es una muestra de falsa retórica que encubre una ideología prepotente, amparada en la pervivencia de un concepto de estado-nación, España, alejado de una visión plurinacional.
Una reflexión reciente, realizada desde Madrid, con ocasión del propósito de salvaguardar nuestros ámbitos de autogobierno en ámbitos como el de la sanidad, la educación o la función pública pone el acento en lo insolidario de esta postura, y en el agravio que tal reivindicación representa para "el resto de españoles". El propio Tribunal Constitucional ha remarcado de forma constante en su jurisprudencia que el artículo 139.1 de la Constitución no contempla una uniformidad absoluta del régimen de los derechos constitucionales en todo el territorio nacional, sino un principio de igualdad susceptible de modulaciones diferenciadas en mayor o menor grado en las Comunidades Autónomas, según el tipo de derecho de que se trate y el reparto competencial en la materia de que se trate.
Ni una ni otra crítica (la supuesta insolidaridad y el carácter de agravio) son aceptables, porque carecen de fundamento competencial y político. Pero su reiteración mediática cala en la conciencia colectiva y se acaba mostrado como una verdad incuestionable.
La creación de un estado de opinión que vincula las orientaciones nacionalistas con una especie de Antiguo régimen foral persigue demonizar una orientación que evoluciona hacia una moderna concepción de soberanismo compartido. Sin complejos, sin prepotencia, sin sentir la necesidad de autojustificar un sentimiento que ni es excluyente, ni va contra nadie, ni demoniza otros nacionalismos (como el español, que juego con ventaja al tener amparada su visión nacional en un Estado) u otras ideologías.
La cuestión identitaria se presta, desde Madrid o desde sus sucursales políticas en Euskadi, a discursos maniqueos y simplistas, que colocan el soberanismo como un mero fetiche político y simbólico, vacío de contenido. Y, en la dimensión mediática de la política que nos toca vivir, el pensamiento colectivo se elabora en el terreno de la comunicación. Lo que se nos ofrece es con frecuencia una visión ciega, de muro o pared, que nos remite al repliegue: me encierro, para no exponerme al otro, a quien no entiendo y con quien no quiero encontrarme.
Nuestro país ha cambiado, porque la sociedad vasca no es distinta al resto. Es obvio, pero no debemos olvidarlo: la realidad social es la que es, y no la que el gobernante quiere creer o querer ver. Hay que situar el acento en la pluralidad y en la madurez de nuestra sociedad, sin perder su principal valor: el sentimiento identitario, como señal de pertenencia al pueblo vasco.
Es posible combinar la resolución del día a día en la gestión de los problemas que nos llegan de frente con el objetivo de no desnaturalizar el proyecto, y saber adecuarlo a la realidad para seguir vertebrando y dirigiendo nuestro país.
Y eso exige, a mi entender, priorizar el acuerdo sobre la confrontación, respetar lo acordado y no renunciar a los objetivos, pautando su consecución y el iter para alcanzarlos, ampliando consensos y base social, logrando consolidar apoyos transversales entre diferentes.