ace ya tiempo que soy un aburguesado padre de familia al que una inesperada plaga bíblica privó de las cuatro farras que se corría al año, y por ello las peculiaridades de la noche las tenía por muertas y enterradas en lo más profundo de mi memoria. Ahora que las autoridades han vuelto a abrir los toriles y las reses bravas han salido de nuevo, acompañadas por sus cabestros, a repartir cabezazos a la puerta de las discotecas, a apalear hasta la muerte a la gente por ser gay, a violar en grupo a mujeres o a sacar la navaja porque alguien les ha mirado mal, se me refresca el recuerdo de mis años de fiesta, kinitos y rocanrol, y también de su cara más oscura. Lo cierto es que apenas viví en primera persona algún que otro episodio desagradable, pero estoy seguro de que todo el que haya sido adolescente sabe que según el tono, la hora y el lugar, cuando te preguntan si tienes un cigarro estás siendo víctima de un atraco y muy probablemente de una agresión. Lamentablemente, siempre ha habido personas que disfrutan haciendo daño a los demás, desconozco por qué clase de complejo, trauma o tara psicológica, y las noches de antes y las de ahora, como la guerra, ofrecen a esta gente la oportunidad y la impunidad para liberar sus instintos.