o sé ustedes, pero aquí, el menda, empieza a estar hasta el kopete (metafóricamente, por supuesto, que aún no he pasado por Turquía para arreglar mi desaguisado capilar) de los meses que me han tocado en desgracia. Desde tiempos que parecen inmemoriales, las restricciones, las autoimposiciones, las medidas para minimizar riesgos y el boicot impuesto a la vida social han hecho de mí un ser raruno, más aún de lo que ya era, que ya es decir. Supongo que es cuestión general, al menos, entre esa parte de la sociedad que sí ha mirado por el bien común. Pero el caso es que, ahora, que la cosa empieza a retomar tintes de normalidad (bendita palabra), tengo la sensación de que ya no sabría qué hacer en ella. Se me han oxidado los usos y costumbres de antaño hasta el punto de que me creo capaz de comprar un manual para desenvolverme sin cortapisas en una ciudad en la que lo más duro de la pandemia parece de retirada. Dicho lo cual, creo que la única solución a este desbarajuste mental está en unas vacaciones como Dios manda, de esas de siesta y gintonic diarios, y de mucho tiempo para olvidar y para resetear las vivencias, el hartazgo y la sinrazón de un sinfín de meses plagados de sinsabores distópicos y de noticias regulares.