ecuerdo el día, hace poco más de un año, en que me llegó a casa la comba que me compré para poder tonificar la patata en un espacio de apenas doce metros cuadrados. Eran aquellas de entonces jornadas de castrense autodisciplina, predecibles, programadas. Hasta los festines gastronómicos, los refrigerios en la terraza, los capítulos del documental de Michael Jordan y las telequedadas tenían su día y su hora en el estricto calendario que me permitió salir del confinamiento con la tensión y el colesterol en niveles prepandemia y una salud mental pasable dadas las circunstancias. He de decir, de hecho, que el frenazo me vino bien, me proporcionó una nueva perspectiva de la vida, porque la tranquilidad de lo predecible venía en sorprendente y atrevido maridaje con la amenaza de la enfermedad y la muerte, ni más ni menos, neutralizando así el tedio como el azúcar le quita la acidez a los pimientos del piquillo. De esa perspectiva echo mano ahora para lanzar un mensaje de moderado optimismo en estos tiempos de agotamiento psicológico, de terror económico, de abulia vital y ansiedades emergentes, y de duelos, terribles duelos, eclipsados en la calle y en los medios por todo lo anteriormente mencionado. Ha pasado un año y tenemos un remedio para la enfermedad.