n casa del herrero, cuchillo de palo. Lo he escuchado toda la vida en boca de mis mayores y jamás antes, hasta ayer, había reflexionado seriamente sobre el sentido de tales palabras, proverbiales de la cultura popular. El caso es que tras un día entero sin levantar el hocico de la actualidad informativa, acostumbro a salir con la cabeza como el interior de una campaña eclesial en manos de un manojo de nervios. Así que me suele gustar rebajar la tensión degustando una caña antes de llegar a casa para reiniciar los protocolos caseros habituales. En esas abandoné la redacción en busca de mi barra de referencia. Y sí. En ese momento caí en la cuenta de que, pese a que llevo escribiendo un año de las consecuencias sanitarias ligadas del coronavirus, entre ellas, el nuevo cierre de los bares, no soy consciente de muchas de las pautas que impone una realidad que llega en aluvión, día sí y día también, exponiendo a la gente, y a mí mismo, a una sobredosis de datos imposible de gestionar con holgura. Supongo que todavía tengo que aclimatarme a las nuevas condiciones impuestas para tratar de frenar la expansión de un patógeno que ha llegado para quedarse, para desgracia de propios y extraños. Y que, como todo en la vida, necesitó cierta aclimatación.