o pretendo ser quejica, pero válgame Dios, qué incordio es vivir con el morro tapado en plena calorina veraniega. Soy consciente de que la mascarilla ha llegado para salvar vidas y, si atendemos atentamente a las autoridades sanitarias, su correcto uso puede ser una herramienta fundamental en la pelea por evitar nuevos infectados por el coronavirus del demonio, que buenas las ha hecho ya. Hasta ahí, todos de acuerdo. Ni una sola pega al respecto y, aunque parezca mentira, sigo las indicaciones al pie de la letra, aunque corra el riesgo de licuarme ante las inclemencias termométricas. Sin embargo, y como lo cortés no quita lo valiente, no está de más comentar que respirar a través de mi nuevo complemento sanitario cuando el sol aprieta como lo ha hecho en el inicio del estío oficial por estos lares tiene que provocar el mismo placer y desahogo que frotarse con un hornillo al rojo vivo la nariz esperando aliviar las altas temperaturas. En fin, como nunca llueve a gusto de todos, supongo que sólo queda acostumbrarse a la dichosa nueva realidad y esperar que los meses de julio y agosto lleguen con poca formalidad, incluso, con algo de fresco y cielos cubiertos, que digo yo que así será más humano y menos pegajoso plantar cara al bicho.