No lo voy a negar. Cuando llegan estos días y la televisión cae en su habitual bucle navideño, hay momentos de debilidad en los que, incluso despierto, sueño con la Lotería y con lo feliz que podría llegar a ser si me tocase el premio gordo. Que si un viajecito más allá de Altube, que si un respaldo de bolas de madera para el asiento del coche, que si un par de cartones de vino con marca de fabricante... Ya ven, así estoy, ilusionado con la vida de nuevo rico que me procuraré aún a sabiendas que, una vez pasado este momento de debilidad, quizás propiciado por mi alergia al espumillón, a las guirnaldas y a las bolas de Navidad, volveré a echar mano de mi libreta de los marrones para anotar gastos e ingresos para poder comprobar así si, aparte de un chusco de pan y mortadela, podré añadir a mi dieta algo con mayor sustancia y con algo capaz de aportar agrado palatal a mi existencia. Por desgracia, creo que me ocurre lo que a una inmensa mayoría de mortales en este país, que acaba por sucumbir a los encantos de una sagaz apuesta mercadotécnica ideada sibilinamente para sacar los cuartos a millones de incautos (a mí, el primero). Está visto que las promesas de una vida mejor encuentran fácilmente comprador en una sociedad como ésta. En cualquier caso, suerte.