in ser yo muy de propósitos de Año Nuevo, una de dos, o me hago mayor o la vida a mis 45 me va poniendo en mi sitio para recordarme que el bienestar (rechazo la manida y perversa palabra 'felicidad') reside en pocas cosas y, sobre todo, muy sencillas. Cuando era una cría me encantaban mis clases de Filosofía, esa asignatura que ahora desaparecerá de la ESO. Y no es que yo fuera una intelectual precoz sino que tuve la suerte de tener a Pedromi, uno de mis profesores favoritos, al que sacábamos de quicio como buenas adolescentes que éramos, pero nunca dejaba de preguntarnos nuestra opinión y nos daba alas para reflexionar sobre miles de cuestiones. Pedromi, entre otras muchas cosas, siempre hablaba del aquí y del ahora a una clase llena de quinceañeras con demasiadas ganas de adultez. Nos animaba a dar al pasado y al futuro sólo el valor necesario y a vivir en el presente que, nos decía, en realidad es el único momento que tenemos a nuestra disposición. Supongo que por aquel entonces, como todas las adolescentes, yo estaba convencida de que la vida era interminable. Ahora ya sé que eso no es exactamente así. Y, aún sabiéndolo, a veces me sigo enzarzando en lo que pasó o lo que sucederá en un bucle interminable. Entonces, suelo echar un vistazo a mis criaturas, las grandes filósofas de nuestro tiempo. Ellas sí saben qué es el aquí y el ahora y lo saborean sin prejuicios y sin prisas, aunque nos empeñemos en atarles en corto con nuestro reloj. Para ellas el Año Nuevo es un invento del calendario adulto que no saben muy bien cómo encajar. Porque lo único que les importa es saber si hará sol y si podremos ir juntas a Okina a ver los caballos con un bocata de jamón del que nos regala la abuela. Y esa simplicidad les hace ser tan extraordinariamente sabias, que mi único propósito para el nuevo año es reducir la marcha para parecerme un poco más a ellas.