e gusta ver fotos antiguas. Son como capturas de un pasado que reviven de pronto ante nuestros ojos. Creo que no soy el único. De hecho, páginas adentro de este diario nos regalan una cada día, y en Facebook son varios los grupos dedicados exclusivamente a ello. Las hay de gente y de espacios y es bonito tratar de reconocer lugares, rostros y momentos para pensar en las diferencias entre aquellos tiempos y los nuestros, unas para mejor y otras para peor. Me llaman la atención las de las calles tal como eran en mi infancia y no tan lejos. Rúes con aceras pobladas de personas; coches, unos aparcados y otros circulando; algún semáforo escaso y el kiosquito del guardia urbano con su casco blanco. Lejos del centro se jugaba en la calle. Se pintaban con tiza marcas en el suelo y cuando pasaba algún vehículo tocaba retirada y luego a seguir jugando. Aquello acabó. Gracias a dios, sabe quién, llegaron las zonas peatonales y la ciudad cambió. Por fin se podía pasear por el mismísimo centro sin agobio de coches ni tropezones en los bordillos. El paseo, eso sí, resultaba ahora más entretenido. Con cien ojos por banda, peatón en popa a toda vela, iba uno sorteando furgonetas, camiones y motos de repartos varios, tranvías, taxis, autobuses, coches patrulla, motos patrulla, y hasta incluso algún peatón despistado. Pero nada de eso estorbaba, ni siquiera los jubiletas con sus motocarros electrificados, sólo algún ciclista pesado y el niño con su patinete invadía la paz de aquel espacio dorado. Con tanto móvil que gastamos habrá miles de estampas costumbristas de estos lares detrás de los selfies que nos sacamos. Son imágenes de hoy que serán mañana las fotos del ayer. Y reconoceremos en ellas edificios y hasta tiendas, si es que queda alguna, y sólo una cosa llamará nuestra atención como un recuerdo lejano: la imagen de un ciclista.