l inefable Félix Rodríguez de la Fuente alertaba hace décadas del peligro de extinción de una especie depredadora que rondaba los montes ibéricos. La literatura por su parte se encargó de estigmatizarlos y transmutarlos en el temor oscuro de los bosques y las sierras para mocitas virginales y cerditos empalagosos. Horacio, sin embargo, nunca los ha visto como una amenaza desde que, en su niñez, su tío Luis le transmitía conversaciones pedagógicas que mantenía en sus días de caza con un lobo dialogante y filósofo. Pero sigue el mito...

Como en el fantástico microrelato de Monterroso, nuestro amigo se levanta todas las mañanas contemplando al dinosaurio delante de sus narices sin saber muy bien qué hacer con ese monstruo en el salón comedor. No tiene ni idea de cómo ha llegado allí, ni cómo actuar con él, porque por lo visto no dan resultado ni los aspavientos, ni los intentos de empatizar, ni el ninguneo, ni los escudos de protección frente a su imponente altivez. Simplemente está ahi plantado, ubicuo en los rincones de cada calle y cada garito, invisible aunque perceptible.

Pero Horacio ha llegado a la conclusión de que el cuento del escritor guatemalteco hoy transformaría a ese gigante antediluviano en un lobo. Y más exactamente focalizaría en sus apéndices auditivos ese desconcierto que origina una presencia extraña y desasosegante. Posiblemente Monterroso concretaría la historia señalando que "cuando despertó, las orejas del lobo todavía parecían asomarse desde un rincón".

La psicosis es más dañina que la realidad. Y la nube negra que cubre el cielo de nuestra sociedad en estos tiempos está construida con ladrillos de miedos indefinibles y sugestiones compartidas. Horacio sabe que hay un lobo por ahí, pero prefiere mirarlo de frente y mantener una charla con él, como hacía su tío Luis.