ESTE fin de semana celebramos las fiestas patronales del pueblo, Legorreta. El jueves celebramos la Ascensión y, aunque muchos locales piensan que veneramos a una santa o una virgen, lo que se celebra es el misterio o el acto de la ascensión del Señor a los cielos, que tiene lugar a los cuarenta días del domingo de Resurrección, Aberri Eguna (Día de la Patria), y tres semanas antes que el tercer jueves, el Corpus Christi, que también es fiesta en nuestro pueblo y, me atrevería a decir, quizás sea la fiesta más entrañable para los autóctonos.
Días de comer y beber, normalmente en exceso, y de trasnochar sin medida, aunque la edad te pone frente al espejo de la realidad, y a aquellos que vamos adelante en edad, el cuerpo —mejor dicho, los achaques del cuerpo— nos va situando en nuestro sitio. En esas noches interminables y de desenfreno, el que suscribe esta filípica ejercía de auténtico pagafantas: bebía, sonreía, de vez en cuando echaba los tejos, pero, como siempre, volvía a casa solo y zigzagueando. Las chicas del pueblo miraban a los malos, a aquellos que a la primera de cambio se iban con otra y, para más inri, alguna se iba con los buitres que venían de los pueblos del entorno.
Los buitres, oficialmente, son animales carroñeros; por lo tanto, animales que se alimentan de carroña, es decir, cadáveres de animales muertos. Pero, al igual que ocurría con los buitres de nuestras fiestas, que se llevaban a las mujeres más vivas, los actuales buitres que surcan nuestros cielos y campan por nuestros montes son animales que están modificando sus hábitos de comportamiento y así, cada vez más, optan por el ganado vivo, sean ovejas, potrillos o vacas.
Estas semanas están circulando por los foros de guasap de ganaderos unas imágenes tan espeluznantes como inquietantes: rebaños de ovejas perseguidas por una manada de buitres en una pradera de la montaña navarra o una vaca atacada por detrás, con todas sus vísceras sangrantes colgando. Un horror que te pone los pelos de punta, pero que, en mi humilde opinión, demuestra que los buitres están cambiando y que, al contrario de lo que hasta hace bien poco juraban y perjuraban los técnicos institucionales y defensores de la especie —que los ataques a ganado vivo no podían ser de buitres, que solo se alimentaban de carroña y que, por lo tanto, el culpable de dichos ataques eran otros animales—, dichas imágenes servían para aclarar que los ganaderos denunciantes ni mentían ni denunciaban en falso para beneficiarse de posibles ayudas compensatorias.
No olviden, por otra parte, que a muchos ganaderos que denuncian estos daños les duele más la sonrisita de sospecha y el tonillo de incredulidad con que son acogidos por algunos responsables públicos que son la autoridad ante la cual tramitan o dan a conocer los hechos. Le miras a la cara, dicen, y ya sabes que él, guarda o técnico, se imagina que yo, ganadero, le estoy intentando colar una mentira para así cobrar una indemnización. Ni que decir de lo que piensan —y publican— nuestros amigos “ecolos” de esos ganaderos.
La cuestión no es baladí, dado que los ganaderos ya están hasta el mismísimo gorro de ataques, además de los buitres, de lobos, corzos, jabalíes, etc., y la diversa tipología de los daños sufridos —sea en las praderas arrasadas por jabalíes, sea en las plantaciones forestales y frutales dañadas por corzos, sea en los animales matados por los lobos, etc.— hace que la paciencia de muchos de nuestros ganaderos esté al límite y a falta de la gota que rebose el vaso.
La compatibilización de la faceta meramente productiva con la creciente burocracia inherente a las políticas agrarias, las tareas de comercialización —principalmente aquellos que optan por la venta directa—, con los ataques por fauna salvaje provoca un desgaste emocional y anímico importante, que puede conllevar la modificación de ciertos hábitos en el trabajo diario y en el manejo de la ganadería, principalmente, lo que acarreará una alteración en el sector productor tradicional que conocíamos hasta el momento.
Si el ganadero en cuestión —y me estoy refiriendo sobre todo a aquellos de la ganadería extensiva o semi-extensiva— tiene que estar las 24 horas de los 365 días vigilando si el ataque del día es de buitre, corzo, lobo o jabalí, convendrá conmigo, estimado lector, que la cuestión resulta muy cansina y no sería nada raro, ni descartable, que se optase por modelos más intensivos o que se muriese en el intento.
Miembro del sindicato ENBA