El filósofo de Hong Kong Jianwei Xun explica los nuevos mecanismos de control social, basados en la credulidad, la proliferación continua de múltiples narrativas y espacios en los que incluso la disidencia se convierte en una mercancía.

El poder en la era digital nos ha hipnotizado. Vivimos en un hechizo permanente. Almacenamos opiniones de memorias artificiales, fabricadas y multiplicadas por algoritmos en pantallas que brillan incesantemente en la noche de la razón. Miramos creyendo que vemos. Leemos creyendo que entendemos. Absorbemos verdades equivalentes con mentiras equivalentes.

Formidable en estilo y perspicacia es el libro sobre la hipnocracia escrito por Jianwei Xun, que incluso podría existir como un avatar de tinta colectivo, coherente con el mundo que nos contiene sin revelarse demasiado.

¿Qué mundo? El nuestro. El de la nueva forma de control social, basada en una credulidad cada vez más permeable y permeable. Gobernado por un régimen que por primera vez “no controla los cuerpos, opera directamente sobre las conciencias”. No reprime los pensamientos, los permite todos, pero modulándolos como la ola que corre hacia la resaca ya marcada que nos espera, porque ha captado nuestra atención, “no pretende reprimirnos, sino seducirnos”.

Sus plataformas, sus procedimientos son tan estimulantes que transforman el consumo en acogedoras mejoras de identidad: Airbnb no alquila casas, comercia con fantasías de vidas alternativas. Amazon no sólo ofrece productos, sino también la dopamina de la satisfacción. La economía colaborativa no sólo precariza el trabajo, sino que induce un trance laboral en el que la autoexplotación se experimenta como libertad. El trabajo inteligente no es sólo trabajo remoto, es la transformación de toda tu vida en trabajo.

Los sumos sacerdotes de esta nueva era de hipnosis colectiva son los profetas de la tecnoderecha, con Trump y Musk a la cabeza, que han acelerado las secuencias de decir, desdecir y asombrar como nunca antes. Inventar alarmas y crisis y luego proponerlas como soluciones: estamos invadidos en nuestra casa, os defenderemos con el muro. Los inmigrantes haitianos se comen a nuestros perros, deportaremos a los intrusos. La Inteligencia Artificial puede convertirse en el Apocalipsis, pero nosotros te salvaremos. La Tierra morirá, te llevaremos a Marte. Promesas siempre revestidas de poder mágico: “¡Volveremos a ser grandes! ¡La Edad de Oro volverá!”.

¿No nos atrevemos a creerles? ¿Estamos preparados para ello? Y sobre todo, ¿tenemos tiempo para hacerlo cuando miles de otras promesas, solicitudes emocionales, estados de ánimo, vídeos reales y falsos saturan nuestro espacio diario y todo nuestro tiempo, captando nuestra atención hasta absorberla?

La narración social no sólo vende usuarios a la publicidad e información a los sistemas de control; también vende estados de ánimo, ansiedad y calma, ira e imperturbabilidad. Incluso en las guerras reales –en Ucrania o en Gaza–, las pilas de muertos, los escombros de los bombardeos, se convierten en una historia serializada que se incorpora a la vida cotidiana como una perturbación pasajera, un shock transitorio. Y al mismo tiempo, alivio de no estar allá, sino aquí, seguros, protegidos por la pantalla, en nuestra zona de confort privada. Transformar el miedo en satisfacción que conduce a la suscripción perpetua a la comunidad de solitarios como somos nosotros. Porque las redes sociales son espacios de captura, no reflejan la realidad, la crean. Y la viralidad es un contagio.

La hipnocracia “funciona mediante la manipulación de la percepción, en lugar de la coerción directa”. No hay necesidad de censurar ni reprimir. Se nutre de la proliferación de narrativas múltiples y de la oferta perpetua de opciones posibles, incluida la de asimilar la resistencia. Cada acto de rebelión es absorbido, cada disidencia se convierte en una mercancía.

Como los tatuajes que una vez marcaron una transgresión y ahora se han convertido en una moda de masas inofensiva. Hay lugar para todas las minorías en el menú infinito de Internet, desde los antivacunas hasta los veganos, desde los neonazis hasta los nacidos de nuevo en Cristo. La revolución se convierte en una serie de Netflix. El apocalipsis ecológico: objetivo y merchandising. Todo es intercambiable hasta que sea perfectamente equivalente. Incluido el del tiempo lineal, que oscila libremente entre la nostalgia de un pasado que nunca existió y un futuro siempre inminente, mezclando el pasado, el presente, el futuro.

La hipnocracia digital funciona las 24 horas del día, es un flujo que hace permanente el encantamiento, en el que también participa la estética con gráficos coloridos, la música, los sonidos de las notificaciones, que imitan la condescendencia, la complicidad, la amistad: “Nos importa tu privacidad, haz clic aquí” te dice la red social al mismo tiempo que succiona tus datos para capitalizarlos.

Trump y Musk, además de autócratas, son dispositivos narrativos que no buscan ni ofrecen la verdad, sino el asombro. No les importa la verdad profanada, crean un equivalente que vive en su mundo, solo hay que creer en él y entrar en él.

Incluso quienes pretenden refutarlo con argumentos racionales, como el fact checking, no hacen más que participar de la redundancia de la mentira o de la realidad modificada, ya que cada ataque se reintegra a la narrativa como una confirmación de su profunda verdad que las élites ocultan.

Sus publicaciones delirantes funcionan. Activan seguidores y opositores. Cada usuario participa en la creación. Incluso desmontándola, se amplifica. Y al multiplicarla, acaba haciéndose cada vez más creíble. Como los links. En ese punto ficción y realidad ya no se anulan, sino que navegan paralelamente, como el barco y su sombra.

Pero si la red es el mar que satura todos los espacios, ¿cómo encontrar una vía de escape, o al menos un punto de apoyo para no ahogarnos? Al menos de dos maneras.

Aprendiendo a codificar los códigos que gobiernan la ilusión. Y luego volviéndonos impredecibles, ya que la hipnocracia algorítmica se basa en la predicción de comportamientos que se han convertido en materia prima económica, para ser adquirida, procesada, vendida. Basta con leer a Shoshana Zuboff en su libro El capitalismo de la vigilancia –un análisis iluminador que proponer, por ejemplo, en los ámbitos educativos–.

Y luego, por ejemplo, aprendiendo a situarse en el umbral, sabiendo siempre que la realidad existe, que no ha desaparecido, sólo que está oscurecida por la plena luz de la ficción. Recordando que la red puede ser un portal a un mundo nuevo que coincide (¡sorprendentemente!) con el viejo. Así que apaga tus dispositivos y disfruta de la vida real más allá de Facebook, Instagram, Tik-Tok, X… y demás.

Misionero claretiano