Nada nos prepara para algo así, salvo que lo ignoremos; nada es tan doloroso como observar las dantescas imágenes de áreas urbanas de edificios derruidos o simples montañas de cascotes (que fueron bloques de pisos) que componen ese pequeño territorio arrasado por las bombas, buldóceres y los misiles, mientras otros hablan de su futuro sin sus moradores. Y en vez de despertar la compasión, para quien puede decidir sobre su futuro inmediato, lo que despierta este erial de destrucción gratuita (sólo se puede denominar así) es una inapropiada y áspera frivolidad. Así, los planes de Trump con respecto a la Franja de Gaza no han cambiado en estos últimos meses. Además de, en su engreimiento, haber expresado que no entendía como Israel se había desprendido de ella (su ignorancia de la historia del conflicto quedaba ahí retratada), el siguiente paso que ha anunciado que pretende realizar es desplegar una fuerza de paz estadounidense. Pero, no nos engañemos, el fin no es ayudar y asistir a la desvalida población civil, sino “tomar y vaciar” el enclave. Escalofriante. Peor aun cuando se está dirimiendo la suerte de más de dos millones de seres humanos entre dos Estados democráticos.
Desde luego, para Netanyahu ha sido una bendición la llegada a la Casa Blanca del magnate. Ya no tiene que rendir cuentas a nadie de los horrores que su gobierno ha cometido en el territorio gazatí. Dudamos que se pueda hacer jamás justicia con los periodistas y sanitarios asesinados por el Ejército hebreo ni con otros tantos excesos cometidos por error, confundiendo a civiles desarmados con pérfidos terroristas. Pero incluso cuando se le ha pedido un poco de sensatez por parte de sus propias filas, el primer ministro ha sido incapaz de escuchar y demostrar algo de conciencia, actuando cual despótico dictador. El hecho al que me refiero es la decisión que ha adoptado de expulsar del Ejército a 1.000 reservistas que tuvieron la desfachatez de pedirle por carta y educadamente que volviera a la mesa de paz y se centrara en recuperar a los rehenes que todavía se hallan en manos de Hamás (59, de los cuales se cree que 24 aún están con vida). Netanyahu ha reaccionado como si le hubiesen ofendido. ¿Hablar de paz? Infamia. Tan despótica reacción debería hacer pensar a los propios israelíes sobre qué tipo de ser rige sus destinos que prefiere la guerra a la paz, en su obsesión por destruir Hamás. ¿En qué clase de sociedad se ha convertido Israel si no soporta reclamar la mesura y el diálogo?
De momento, la visión de lo que queda en pie en Gaza es siniestra. Antonio Guterres, secretario general de Naciones Unidas, se está quedando afónico a la hora de denunciar a Israel y exigirle que debe respetar el derecho humanitario que ignora. Sus palabras no han podido ser más duras y espectrales al describir la situación: “Gaza se ha convertido en un campo de exterminio y los civiles viven bajo una espiral de muerte sin fin”. Por eso, escuchar al presidente estadounidense referirse a la Franja como un emplazamiento perfecto para erigir un resorts es descorazonador. ¿Se hará sobre ese gigantesco cementerio de los 50.000 gazatíes que descansarán para siempre allí? Guterres ha evitado referirse a lo que está ocurriendo como genocidio, para no entrar en controversias innecesarias, pero ha insistido en que cualquier desplazamiento forzado de población sería una violación de la legislación internacional. Más claro imposible. Un crimen. Hoy por hoy, no parece que eso preocupe a Israel y menos a Trump que, incluso, hace oídos sordos a los mismos jueces estadounidenses (con la expulsión de miles de migrantes alevosamente). Además, desde el fin de la tregua, el pasado 18 de marzo, se han producido cerca de otro millar de víctimas, una vez más, en su mayoría civiles. A ello hay que sumarle el personal de ONG que ha sido objetivo de las fuerzas israelíes. Ni ayudar es posible.
La nueva presión militar contra Hamás que, sobre todo, afecta a la población gazatí, sí ha llevado a las primeras protestas contra la organización terrorista palestina. Pero aunque fuese mayoritaria, no parece que Israel fuese a ceder a sus pretensiones de ir hasta el final. Peor aún, no le importa no distinguir entre blancos legítimos e ilegítimos, y destruye todo lo que se le pone por delante. Tristemente, esta nueva fase sólo ha derivado en un mayor gravamen para las condiciones de vida de los gazatíes que, no pueden ser peores. Pero no es mera casualidad, es una estrategia que busca, sin duda alguna, empujar sin compasión a los civiles fuera de Gaza y de esta manera materializar la propuesta de Trump. Pensar que en pleno siglo XXI mandatarios de dos presuntos estados de derecho jueguen con la suerte de tantos seres indefensos es como retrotraernos a los momentos más brutales y oscuros de la historia del siglo XX en la vieja Europa. Sin compasión.
Esa manera de proceder, y me refiero a la de los israelíes en Gaza, sería tildada de barbarie si en vez de ese escenario nos retrotrajésemos, por ejemplo, al gueto de Varsovia. Recordamos la hermosa y triste película de Román Polanski, El pianista (2002), inspirada en el libro autobiográfico de Szpilman, un reputado pianista judío que padeció en sus carnes las dos rebeliones armadas que se dieron en la capital polaca, en 1943 y la otra en 1944 contra los nazis. Uno salía del cine conmovido, especialmente afectado por las espeluznantes imágenes de la vida en el gueto, la desesperación de sus gentes y la infinita brutalidad nazi… Nada es comparable al Holocausto, cierto. Pero Gaza tampoco debería ser una nueva Varsovia, y lo parece. Hay millones de civiles hacinados que viven en la desesperación más absoluta al albur de la violencia. Y en vez de velar por el inocente, es como si los corazones se hubiesen congelado, insensibles. Han transcurrido largos meses desde el ataque y la furiosa respuesta israelí, que los gazatíes soportan estoica y amargamente, por causa de Hamás. Pero el responsable de que este infierno desatado prosiga implacable ahora es Israel. Si Gaza desaparece, entonces deberíamos preguntarnos hacia dónde va esta Humanidad.
Doctor en Historia Contemporánea