Me he topado hoy con una imagen de Donald Trump y no he podido retirar la mirada durante un lapso de tiempo que me atrevería a calificar de indecoroso. El caso es que me ha cautivado la tonalidad naranja que impregna su tez, más intensa si cabe desde que está otra vez al frente de los designicios de la cuna de las libertades. Supongo que gran parte de ese color tan peculiar obedece a la dieta a la que se abraza el preboste norteamericano. Dicen las buenas y las malas lenguas que el faro de occidente es capaz de traginarse entre pecho y espalda más de cuatro litros de un popular refresco de cola cada día. Eso sí, en su versión light, no sea que la cafeína nuble la vista al líder y se ponga a hacer y a decir tonterías, que en su posición lo de guardar la compostura parece esencial. En cualquier caso, no es la única peculiaridad que acompaña al regreso del magnate inmobiliario a la Casa Blanca en materia de ingestas. Tal es la configuración de sus menús, que el chef adscrito a la presidencia ya ha avisado de lo corta que va a ser la vida del presidente si sigue con sus gustos, me temo, que caricaturescos y representativos de esa falta de rigor gastronómico de gran parte de quienes residen en aquel país.