Corrían tiempos de sinsabores políticos para el nacionalismo vasco en las Cortes del Reino de España. Las derechas habían alcanzado el poder en noviembre de 1933 y el atisbo de esperanza de libertad y autogobierno surgido en el bienio republicano-socialista trocó en obstruccionismo patente hacia cualquier fórmula de desarrollo autonómico. Como decía el diputado Manuel Irujo, en aquellas Cortes “se mascaba el odio hacia el Estatuto”.

Pero como la vida parlamentaria también precisaba de otras atenciones, el PNV continuaba abriendo brecha en materia de justicia social. Así, en consonancia con las reivindicaciones formuladas por el sindicato abertzale ELA en su Congreso de Gasteiz (1933), los diputados jeltzales presentaron en el Congreso de los Diputados una “Proposición de Ley sobre participación de los obreros en los beneficios de las empresas, salario, subsidio familiar, cajas de compensación y accionariado”, con el objetivo primero de evitar la enorme diferencia de clases introduciendo una legislación social “que lleve esperanza a las clases humildes”. La idea era establecer un campamento base sobre el que sustentar la transformación del asalariado en accionista o propietario y generar espacios de cogestión a través del acceso proletario a los consejos de administración de las empresas.

Era una propuesta que, engarzando con las propuestas del movimiento social cristiano europeo de finales del siglo XIX y distanciándose del liberalismo económico, nutriente del capitalismo salvaje, buscaba soluciones prácticas “acerca del descanso, la condena de la opresión del débil por sexo o edad y, en definitiva, de cualquier forma de explotación humana”. Una propuesta de reconocimiento expreso de la vigente desigualdad en el reparto de la riqueza y para aspirar a implantar un sistema social de afirmación plena de los derechos del trabajador. Una propuesta que no trataba de derrocar el sistema capitalista sino de reformarlo atacando al gran capital y protegiendo la pequeña propiedad. Como señalaron en aquel momento los dirigentes abertzales, no se podía considerar la iniciativa como un ataque a la solidez económica de las industrias: “Todo cuanto se procure para que reine armonía entre los elementos de la producción y ésta se asiente sobre bases de justicia y acción claras y conocidas, ha de contribuir principalmente a la prosperidad de las empresas y a su propia consolidación”. Una propuesta, en suma, de tercera vía entre “el individualismo egoísta y el socialismo estatista”.

En materia salarial, el objetivo último era cubrir las necesidades del obrero, teniendo en cuenta que “cuanto mayor sea la familia de éste que no trabaje, mayores serán sus necesidades”.

La proposición de ley partía del principio de que el jornal o salario debía estar fuertemente consolidado y no condicionado a los vaivenes fluctuantes de la oferta y la demanda y en sus aspectos más concretos, defendía el establecimiento de un salario fijo (salario mínimo) para los obreros “solteros que no mantengan en su compañía a su madre viuda, sexagenaria y pobre”. Tal como señala el historiador Javier Tusell, se contemplaba [hay que mirarlo desde el contexto de la época] que “por el mero hecho de contraer matrimonio el obrero viera aumentado su jornal un 10% y en caso de que su mujer trabajara también y dejara de hacerlo a partir de su matrimonio, el aumento fuera del 20%”. Por otra parte, en el caso de hijos a cargo, el incremento sería del “10% por cada hijo menor no emancipado”. Idénticos incrementos se aplicarían en el caso de que el trabajador tuviera hijos enfermos o inútiles (que hoy se denominarían personas con discapacidad intelectual y/o física).

Los subsidios familiares (es decir, los aumentos de jornal descritos en el párrafo anterior) procederían de un fondo común nutrido de cuotas fijas o proporcionales y de parte de los beneficios de la empresa, siendo administrados por Cajas de Compensaciones regionales intervenidas por el poder público (salario vital). Asimismo, “por acuerdos especiales y libres entre las cajas y el Estado u otros organismos públicos, podrán también éstos subvencionar a aquellas”.

El nuevo planteamiento, que abogaba por oficializar el derecho al descanso, la disminución de la jornada laboral, la prohibición del trabajo de los menores de edad en horario escolar, la habilitación de coberturas contra daños de accidente, enfermedad, vejez, paro forzoso… desarrollaba sus múltiples vertientes desde la afirmación firme de la necesidad de la complementariedad del capital y el trabajo “ya que nada son el uno sin el otro”.

Y en aquel 1935, en aquel segundo año del bienio negro radical-cedista (Partido Radical y Confederación Española de Derechas Autónomas), en consonancia con los postulados del movimiento socialcristiano europeo, el PNV realizó una firme defensa del cooperativismo, entendiendo éste como un sistema integral de cooperativas de producción, consumo, agrícolas y financieras, en clara oposición a los planteamientos revolucionarios proletarios del socialismo largocaballerista (Francisco Largo Caballero, que llegaría a ser presidente del gobierno republicano).

Hoy, 90 años después, es obligada una mirada de reconocimiento a aquellos presupuestos ideológicos que configuraron para el obrero algo tan vanguardista para la época como el derecho al título de trabajo, que como manifestó el filósofo francés, “aseguraba al hombre su empleo, que queda unido a su persona por un vínculo jurídico y que garantiza que su actividad laborable pueda progresar”. Es obligado resaltar que la ideología del personalismo comunitarista que ponía en valor en el mundo del trabajo la materialización de un sistema de copropiedad y cogestión obrera reemplazando el sistema del asalariado, marcó un antes y un después en la economía vasca de la mano del Padre Arizmendiarrieta y el Grupo Mondragon.

Este cauce central cuya columna vertebral son la dignidad de la persona humana y la necesidad de la sociedad para su desarrollo, ha sido transitado desde el liderazgo por el nacionalismo vasco democrático. Sería bueno que el PNV recordara más a menudo, por aquello del olvido y el vampirismo político que busca apropiarse de todos los espacios posibles (propios y ajenos), que el escudo social vasco (RGI, AES etc.), el cooperativismo o la defensa de un marco propio de relaciones laborales, forman parte de su ADN ideológico y de su praxis político-institucional. Orain eta beti, bakoitzari berea!

Doctor en Historia Contemporánea