Por mucho que nos horrorice la situación de las mujeres en Afganistán, hay que darse cuenta de que la responsabilidad es toda nuestra. La decisión de la retirada de la misión internacional en el país, liderada por EEUU, significó la clausura de un futuro para millones de afganos y afganas comprometidos con una sociedad moderna. Sin embargo, todo empezó mucho antes, como se suelen fraguar todas las tormentas, en el instante en el que la extinta URSS decidió enviar unidades militares a Afganistán para sostener un gobierno comunista y EEUU aprovechó las circunstancias para armar a la oposición. Desde ese fatídico 1979, prácticamente, los afganos no han conocido un momento de paz y sosiego. Las consecuencias de este enfrentamiento provocaron que tras la retirada soviética, en 1989, las diferentes fuerzas afganas se enfrentaran entre ellas en una guerra civil entre los distintos señores de la guerra. Pero quienes acabaron por tomar Kabul en 1996, tras feroces enfrentamientos armados, fueron los talibanes. Jóvenes que fueron educados en las madrazas pakistaníes, convirtiéndose en feroces integristas. Además, emergería una figura fatídica en la memoria popular de los estadounidenses, Osama Bin Laden y Al Qaeda. Durante los años siguientes, a nadie importó el devenir de Afganistán, ni el hecho de que tanto la extinta URSS como EEUU fueron los responsables de numerosos horrores y brutalidades, y haber dejado el extenso territorio multiétnico como un erial para que los talibanes lograron su objetivo principal pasando a controlar casi todo el país. Sólo en algunas zonas abruptas se postulaba una férrea resistencia, integrada en la Alianza del Norte.

Todo cambió el 11-S, como es bien sabido. EEUU declaró la guerra al terrorismo internacional y emprendió una serie de intervenciones en Afganistán primero, por ser un campo de entrenamiento de Al Qaeda y refugio de Bin Laden y, a continuación, Irak, contra el régimen de Sadam Hussein (quien nada tenía que ver con los atentados ni el fundamentalismo islámico). Las milicias talibanes no eran rivales para el poder aéreo norteamericano, que con unidades escogidas y la ayuda de la Alianza del Norte volvió a tomar la capital, Kabul, impulsando un régimen occidentalizado. Desde 2001 a 2021, Afganistán vivió un periodo de cierta prosperidad (mientras se luchaba contra la lacra de los opiáceos). Creció la natalidad gracias a las vacunas, se rehabilitaron escuelas, centros educativos e infraestructuras, pero la sombra oscura de los talibanes no desapareció. La Guerra Fría había creado un fenómeno complejo de exorcizar con las armas convencionales, porque los talibanes no eran tan sólo un grupo armado, sino una organización rigorista, apoyada en una lectura arcaica del Islam. Por lo que las transformaciones que la presencia militar extranjera aseguraba y pretendía consolidar no cristalizaron en todas las partes. Los talibanes no desaparecieron como la arena barrida por el viento, sus brasas latentes seguían muy vivas, alimentadas por el tradicionalismo, la miseria, la frustración y el fanatismo, a pesar de los efectos positivos que trajo consigo la tutela exterior. Se produjeron elecciones y se configuró una pseudodemocracia, incluso. Pero no fue suficiente.

El costo de la presencia militar era elevado y, así, los EEUU, en el peor momento, cuando los talibanes se habían hecho con el control de nuevo de importantes zonas del interior del país (las más agrestes y complejas de controlar), tomaron la equívoca decisión de la retirada, en agosto de 2021. A continuación, sobrevino el caos y el derrumbe de las endebles instituciones afganas… lo que es peor, se abandonó a miles de afganos a su suerte. Los talibanes entraron, por segunda vez, sin resistencia en Kabul (la primera debieron hacerlo por la fuerza). Los antiguos señores de la guerra habían desaparecido y, por lo tanto, sin apenas una fuerza que se opusiera a ellos se consagraron a controlar de forma más notoria el país (salvo la región donde se ha hecho fuerte el Estado Islámico). Hicieron un lavado de imagen exterior, por lo que se comprometieron a nivel internacional a que todos los afganos participarían del régimen talibán. Pero mientras eso sucedía, no se dudaba en buscar, perseguir y encarcelar de mala manera a los colaboradores de los occidentales que no habían podido huir o exiliarse en naciones vecinas.

Las mujeres perdieron todos sus derechos, docentes y funcionarias eran expulsadas de sus puestos de responsabilidad por su condición, 100.000 universitarias veían como se les cerraba la puerta de la universidad y dos millones vieron como no podían acceder a la educación superior, tan sólo estudios primarios. Su fin no es otro que casarse, atender sus hogares y procrear. Por lo que las jóvenes afganas tienen hijos cada vez más jóvenes, casadas a la fuerza. Ahora, además de ver como sus posibilidades de ser independientes se han clausurado por completo, se han aprobado leyes para impedir que se escuche su voz en público (aún menos pueden cantar, recitar ni hablar en público). Son espectros envueltos en telas. No pueden llevar cosméticos ni perfumes, a los únicos hombres que pueden mirar es a los de su propia familia. Tampoco pueden andar solas por la calle, sino acompañadas por un tutor masculino, a riesgo de ser azotadas o encarceladas…

Es evidente que no sólo la condición femenina en Afganistán ha retrocedido décadas, más bien, podría decirse que siglos, porque hasta las sociedades antiguas valoraban más a las mujeres. Este grupo de fanáticos se ha inventado una religión que no es la que creó Mahoma, respetuosa con el otro sexo, sino otra misógina e infame, porque cosifica a la mujer como si no tuviera voluntad propia, salvo la de servir y padecer… Afganistán hoy es lo que es gracias a Occidente. Ha pasado de insuflarse unas briznas de esperanza y prosperidad de cara a un futuro lleno de posibilidades, a convertirse en una especie de pozo negro. Ser mujer en Afganistán es padecer un estigma y una maldición. La ONU nunca debió haberlo consentido.

Doctor en Historia Contemporánea