Tal vez lo más singular de mi humilde producción literaria, si se puede decir así, sean los títulos, que acostumbro a cotejar por Internet con el esperado resultado de no coincidencia. Lo cual, todo hay que decirlo, cada vez viene siendo más raro dada la cuantiosa publicación de encabezamientos de todo tipo. Por lo que éste, que viene como anillo al dedo de la presente reflexión, en lugar de constituir una especie de genialidad al instante pude constatar ser más bien un tópico que otra cosa. En general, todo lo que se refiere a flores y mariposas, en sus formas, termina por ser campo abonado de ese retórico tropo abundancial de lugares comunes. El mío, no obstante, partía de la consideración bien avenida de una lógica circular, tan de moda en la etiqueta eco-lo-que-sea, participada por la metamórfica hibridación vegetal-animal convergente y concluyente en la urdimbre del telar de la seda ilustrada con tal motivo, combinado, o no, floral y lepidóptero. Todo un ejemplo de correlacionismo cognitivo donde a la natural producción se añade la nuestra, cultural; fruto experiencial de la observación participante, contemplativa, simbólica y expectante.
Del lenguaje de la flor, escribía George Bataille:
“En efecto, la visión de la flor provoca en la mente reacciones de consecuencias mucho mayores debido a que expresa una oscura decisión de la naturaleza vegetal. Lo que revelan la configuración y el color de la corola, lo que descubren las máculas del polen o la lozanía del pistilo, sin duda no puede ser expresado adecuadamente por medio del lenguaje; sin embargo, es inútil desatender, como generalmente se hace, esa inexpresable presencia real y rechazar como un absurdo pueril ciertas tentativas de interpretación simbólica”.
Según iba avanzando en la lectura compilatoria de breves trabajos de este autor, al toparme con el título metamorfosis pensé de inmediato, por inevitable asociación, en el encuentro con la oruga y la mariposa estando presentes en el texto perteneciente al bloque intitulado documentos. Nada más lejos de la realidad, surgiendo la sorpresa al tratar de los animales salvajes y la actitud de los humanos hacia ellos, en su doble condición de animal y otra cosa añadida creada por sí mismo, afirmando:
“Podemos definir la obsesión por la metamorfosis como una necesidad violenta, que se confunde además con cada una de nuestras necesidades animales impulsando a un hombre a desistir de repente de los gestos y las actitudes exigidos por la naturaleza humana: por ejemplo, un hombre entre otros, dentro de un departamento, se tira al suelo boca abajo y se pone a comer la papilla del perro. De modo que en cada hombre hay un animal encerrado en una cárcel, como un preso, y hay también una puerta, y si entreabrimos la puerta, el animal se abalanza hacia fuera como el preso que encuentra la salida; entonces, provisoriamente, el hombre cae muerto y el animal se comporta como animal, sin preocupación alguna por suscitar la admiración poética del muerto. En ese sentido se puede considerar al hombre como una cárcel de apariencia burocrática”.
Metamorfosis, por tanto, que viene a suscitar la apariencia de ser todo aquello que nos aleja de nuestra condición originaria animal en ciernes de una meta extrañamente ideada, así como un viaje de ida y vuelta con el doctor Jekyll y míster Hyde como protagonista y compañero. Sin perder de vista para esta ocasión, la aseveración traída por Safranski de Pico della Mirandola en la que se afirma: “Eres libre de degenerar hasta el mundo inferior de los animales. Y eres igualmente libre de elevarte al mundo superior de lo divino por la decisión de tu propio espíritu”.
Toda mariposa es, como la flor, fruto de una metamorfosis de efímera duración. Así también la producción del artista que sufre, como en el relato de Bataille, una lucha interno-externa, eso-exotérica, fuertemente condicionada por la urgencia de cubrir las necesidades más elementales del animal-de-consumo que somos. Diríase que la obra de arte es flor de un día, como el reino de la mariposa cuya duración no va mucho más allá de unos cuantos más. La metamorfosis es ciclo cuatripartito de vida: huevo, oruga-larva, crisálida y, finalmente, mariposa adulta (metafóricamente realizada en la expresión el vuelo de la flor). La flor, por su parte, tal y como aprecia Bataille, tampoco se entiende en sí misma, al menos como proceso, sin raíz, tallo y hoja, salvo cuando el hombre la corta para cumplir con sus necesidades simbólicas. Es más, el pensador francés al respecto habrá de hacer una consideración llamativa: “extraída de la pestilencia del estiércol, aunque haya parecido escapar de allí en un impulso de pureza angelical y lírica, la flor parece bruscamente retornar a su basura primitiva: la más ideal es rápidamente reducida a un andrajo de inmundicia aérea. Porque las flores no envejecen honestamente como las hojas, que no pierden nada de su belleza aun después de que han muerto”.
Un arte envejecido debe ser, deduzco, no tanto flor como hoja marchita. La arruga bella, de no sé quién, consiguiendo del tiempo una huella. Debe tener su impronta: la del ser humano y la del objeto creado en simbiosis permanente y necesaria. Ahora bien, el tiempo de la flor es un espacio intermedio de generación, mientras la belleza de la mariposa anuncia la indefectible cercanía de un final. La flor eso sí, podrá ser temprana o tardía dependiendo de la maduración, como la obra en el arte, con la única excepción en la última de sobrevivencia a expensas, en ocasiones, hasta de su autoría. Autonomía defendida entre otros por Harman, frente a la pretensión sociologizante de autores que todo lo dejan en manos de una mensurabilidad que hace mercado, infla talonarios e insufla resultados estadísticos. Como, por ejemplo, el del ensayo Lipovetsky y Serroy que no hablan directamente de arte humano sino de la inevitable estetización de su sociedad. Cosas que como en el conocido proverbio chino consigue matemáticamente hacer surgir del aleteo de la mariposa del lugar un huracán en otra parte del mundo, retornando por la vía de la ciencia a ese oscuro ciclo romántico cuyo protagonista era la alianza cómplice de tragedia y belleza, recogida siquiera anecdóticamente por un fotógrafo del lugar en el ocaso de una vida con un retrato que tanto enfadara a Rosa: flores y mariposas.