Tecleo esto la víspera de que la llama olímpica se funda durante los próximos cuatro años, que no es poco. Hora ya de que cada país mire al medallero y sus responsables deportivos se adornen con los méritos de otros que realmente sudan sus camisetas. No me arrastra ningún afán españolero: si un deportista compatriota (es un decir) me cae peor que sus competidores -por la razón que sea- prefiero que gane cualquiera de ellos. Excepto turcos e italianos, en ese orden, porque su esfuerzo será muy respetable, pero mis fobias son absolutamente sagradas y hasta ahí podíamos llegar, qué tanto joder.
Que generación tras generación, durante milenios y milenios, hemos construido una sociedad en la que la estupidez se enseñorea de la pista de baile mientras el sentido común se esconde en el rincón oscuro de la barra o en el baño es un hecho indiscutible. ¿Deplorable como para darnos de bofetadas hasta que asomen los pómulos bajo las mejillas? Afirmativo. Sin lugar a duda.
Para empezar, recordemos la elección del oro como patrón económico de riqueza -hace muy bastante, pero pervive- porque brilla mucho, escasea aún más y es difícil de obtener. Una: si aceptamos el brillo como una cualidad irrenunciable empatamos a inteligencia con las truchas, que muerden un anzuelo de tres garfios llamado ‘cucharilla’ (desagradable pero ingenioso) precisamente por sus brillos. Dos: si aceptamos la escasez de un material como parámetro indiscutible de su valor, dos cagadas de cóndor deberían valer, grosso modo, el doble que un lingote de oro. Y tres: podríamos aceptar que la extracción de diamantes o esmeraldas es una dura tarea, que lo es para quienes realmente las extraen en condiciones infrahumanas y de esclavitud en varios rincones del planeta, pero no para quienes luego trafican con ellas medrando a costa de la estupidez de los más ricos (no sé si el dinero da la felicidad o no, pero en todo caso no ayuda a la inteligencia). Por eso considero que la mera existencia de las joyerías constituye un atropello a la razón que nuestra propia estulticia tolera e incluso fomenta.
Por todo ello, señorías, y volviendo a las Olimpiadas, sugiero que de cara al futuro las medallas para el campeón y el subcampeón sean de acero y de bronce, dos metales prácticos frente al oro, que ya no se usa ni en la ortodoncia. Eso nos aseguraría que lo importante es participar. Y el que quiera oro que se apunte al Minathlon: pico, pala y vagoneta con obstáculos. Si ya hubo quien sugirió la esgrima Jedi con sable láser como deporte olímpico, no veo por qué no debería prosperar esto.