Un corazón furtivo es el título de la monumental biografía, 1.500 páginas (no se desanime el lector, porque además de documentada es de lo más divertida), que Xavier Pla ha escrito sobre Josep Pla (ninguna relación familiar).

Josep Pla es el mejor escritor del siglo XX en lengua catalana y uno de los mejores prosistas y periodistas en lengua castellana. Desde que hace más de treinta años leí El quadern gris (El cuaderno gris), me hice admirador irrefrenable –uno de sus adjetivos preferidos– del escritor nacido en Palafrugell (Bajo Ampurdán) de donde salió para estudiar en Girona y Barcelona. Con veintidós años comenzó su andadura profesional viajando como reportero por media Europa. Fue cronista testigo de la “Marcha a Roma” de los fascistas que llevó a Mussolini al poder; del derrumbe de la economía alemana durante la república de Weimar, puerta abierta al nazismo, publicando en 1923 una temprana entrevista a Hitler que pocos creyeron auténtica; y un tardío (1957) viaje a Israel para dar cuenta de la construcción del estado judío.

Pla combina en su persona la excelencia como creador y la excrecencia de una personalidad anómala, cosa nada excepcional. Ahí queda el ejemplo de Jean Jacques Rousseau quien escribió Emilio, o de la educación, tratado dirigido a educadores con la finalidad de formar a los niños para convertirlos en buenos ciudadanos, para luego acabar internando en una inclusa a sus propios hijos.

Periodista furtivo

Así que el gran escritor Pla era a la vez desaliñado, misógino, misántropo, mal amigo, a veces plagiario, siempre elusivo, furtivo y políticamente desastroso. Sin embargo, su obra fue, es, reconocida como la mayor aportación a la actualización y modernización de la lengua catalana. Su orientación política se deslizó gradualmente desde un híbrido nacional-regionalismo catalanista de la LLiga de Cambó al colaboracionismo con Franco, y no de cualquier manera, sino espiando a su favor en Marsella durante la Guerra Civil y ejerciendo como subdirector de El Diario Vasco de San Sebastián en el cruel año 1938. Una curiosidad añadida que también nos pilla más de cerca: parece –con Pla siempre hay incertidumbres– que junto con Carles Sentis –otro periodista furtivo– intermedió para que se celebrase la reunión entre el president Tarradellas y el lehendakari Leizaola que tuvo lugar en Saint Martin le Beau (Loira, Francia) en julio de 1977, anticipatoria del regreso del exilio de ambos.

Pero mucho antes habían llegado los desengaños y el arrepentimiento, nunca hecho explícito, cuando en 1947 se instaló definitivamente en el Mas Pla de Llofriu. Que la casa lleve el nombre de la familia no es cosa extraña, pero que las escrituras de propiedad acrediten que ha venido perteneciendo sin interrupción a los Pla desde el siglo XIV dice mucho de la estrecha comunión con la propiedad, la tierra y la psicología de un personaje que habiendo sido cosmopolita gastador de sombrero acaba encasquetándose una boina de payés. Y esa es la imagen que cultivó en un nuevo juego de espejos, pues nunca dejó de ser uno de los catalanes más abierto al mundo, lector y escritor en francés, inglés, italiano y castellano.

Cuando Pla escribe sobre “el país” no habla de España, ni de Catalunya, sino de esa cuadrícula cuyas referencias geográficas son el Montgrí, las islas Formigues, el Puig de San Roc de Begur y las montañas de Fitor, es decir, el cogollo del Baix Empordá. Ese es su mundo desde el que se proyecta al mundo, pues en el Bajo Ampurdán, batido por hasta dieciséis vientos que los ampurdaneses son capaces de distinguir, la cultura es un decantado histórico de fenicios, griegos, romanos, francos, ajenos en todo a la arabización y convenientemente distanciados de la españolización, o castellanización, como a Pla le gusta decir.

Quiero resaltar que España es para Pla un accidente y un incordio, y que la política española en Catalunya es, desde el primer Borbón, un embrollo infinito con la que hay que conllevarse, y poco más hasta que Catalunya consiga su independencia que sitúa Pla, en otra muestra de socarronería y furtivismo, “en el siglo XXII o XXIII”. Quizás con ese dato comprendan mis desencuentros con amigos independentistas que no entendían la fascinación literaria que siento por Pla, para mí lo más parecido a un Pío Baroja catalán, a quien Pla admiraba, cosa llamativa porque era también rácano en admiraciones.

La política catalana al día de hoy gira dislocada en derredor de Carles Puigdemont, que practica una política subrepticia, tortuosa, furtiva. Es un líder político que se esfuma, reaparece y se vuelve a esfumar. Sus seguidores, ni muchos ni pocos, son los suficientes como para poner patas arriba el tablero político catalán y español. Puigdemont se ha construido una imagen, un halo de romántico bandoler. En la tradición literaria que acuñó la Renaixença (Renacimiento literario catalán), el bandolero –los hubo a centenares desde el siglo XV, es un héroe patriota, siempre huyendo un paso por delante de la policía y de los jueces.

Puigdemont no es ampurdanés, sino gironés. Su panorama –del griego: todo aquello que se ve– no es el paisaje del llano o la luz reverberante del Mediterráneo de Pla, sino la imponente mole de la catedral de Girona y el laberinto de callejuelas que dan acceso al templo, símbolo de poder y, ¡ay!, gloria hispana desde la guerra napoleónica peninsular, con importante intervención de bandoleros, llamados en aquella ocasión guerrilleros.

Reaparición

No pretendo hacer un retrato psicológico de Puigdemont, pero la catedral vista desde abajo, desde el ayuntamiento del que fue alcalde, debe de ser estimulante para el político ambicioso, el lugar donde quizás, algún día, se celebre un Te Deum glorificando la independencia. Con frecuencia he leído que la risa nerviosa e incontrolada de Puigdemont, su cabeza siempre asintiendo, su hablar entrecortado, dan la impresión de estar ante alguien un poco tocado del ala. Los medios de comunicación a veces se vuelven completamente locos pues Puigdemont ha venido demostrando que no es un hombre que salte antes de saber dónde poner el pie. Su reaparición en Barcelona tiene algo de nostalgia, literalmente anhelo por volver al hogar, pero el recorrido político de su gesto es escaso pues no siendo inofensivo tampoco es una amenaza, ya que el punto de gravedad político empieza a desplazarse hacia la conjunción Partit Socialista-Ezquerra Republicana-ElsComuns. Otra cuestión es su influencia en la política española, sus siete escaños en el Congreso tienen una capacidad coercitiva tremenda, pueden dejar los logros del gobierno reducidos al estado de una obra en demolición y a las posibilidades de avanzar en el autogobierno vasco en otra tentativa fallida. Cada vez está más claro que con la Declaración de Independencia Unilateral de Catalunya de 2017 no es que Puigdemont perdiera el tren, es que nunca llegó a la estación para cogerlo. Un acto fallido de un personaje fallido que ha demostrado otra vez, con su política furtiva de gestos aparatosos y sin trascendencia, como su fugaz regreso a Barcelona, que no es un hombre valiente, es decir, que no está dispuesto a jugarse la libertad por defender sus convicciones.

Me queda claro que los corazones furtivos funcionan mejor en la literatura que en la política. Y si me dan a elegir, me quedo con la literatura de Pla. l