Se está abriendo paso en nuestro léxico (vocabulario habitual) una palabra que prostituye nuestro lenguaje habitual y le convierte en un instrumento poco riguroso a la hora de expresarnos. Se trata del término “malmenorismo”. Recurro al Diccionario de la Real Academia Española que obra en mi poder y el término no aparece. No obstante, me ha echado una mano el titular de un diario de gran tirada en España que inicia su reportaje al respecto con un titular tan nítido como poco sospechoso en sus posibles intenciones: “Malmenorismo: el drama de votar con la nariz tapada”. E inicia su posicionamiento con esta frase: “Cuando la única opción es elegir entre dos o más males lo lógico es optar por el mal menor”. La verdad es que la actitud que se desprende de esta disquisición periodística, surgida del Diccionario de la Real Academia, no admite otras interpretaciones, pero la nueva palabra inventada (malmenorismo) expresa de forma clara y fehaciente que estamos ante un mal –quizás un mal menor– que no debe ser elevado a verdad absoluta o indiscutible.
Lo cierto es que el reportaje al que he aludido no tiene otra intención que poner paños calientes a disyuntivas que bien poco sirven para resolver los problemas que están presentes en nuestras vidas, pero es bien evidente que cualquier remedio que se aplica a un mal social de tantos como acechan y nos amenazan, ha de solucionar el problema, porque en materia social, después de articulado un diagnóstico previo, las terapias parciales suelen eternizar los males y convertirlos en eternos e irresolubles. Cada vez que asistimos a algún proceso electoral suele ocurrir que el diagnóstico previo que se utiliza suele ser tan incompleto como interesado, de forma que en esas ocasiones el fin suele justificar los medios, y los diagnósticos previos convierten las posteriores terapias en meros marcos teóricos, en simples listados de acciones y actitudes tendentes a quedar bien con los dioses y con los diablos.
Vivimos actualmente un tiempo nada exigente con quienes tenemos la obligación y el deber de resolver problemas (sociales y de todo tipo). Los líderes políticos, cuyo destino más noble debiera ser gobernar para facilitar las vidas de los ciudadanos, parecen entregados a la endeble misión de alcanzar el poder y, desde él, evitar que otros lo alcancen, renunciando incluso a sus rigores ideológicos o éticos. Por eso resulta muy descorazonador que los programas políticos y los discursos electorales y electoralistas se escuchen con las narices tapadas (como afirma hoy un periodista en un diario d e gran tirada), porque despiden un tufo tan absurdo como irreal, tan oportunista como electoralista, tan halagüeño en sus postulados como imposible de desarrollar desde la normalidad democrática que conforma nuestro día a día.
La Política debe ocuparse de las personas, de los ciudadanos. La configuración de los territorios, las condiciones que deben darse para que las vidas sean soportables y saludables, las relaciones entre quienes compartimos los espacios y los modos de vivir los tiempos, las obligaciones que tenemos que asumir unos con otros para hacer de nuestras vidas confortables tiempos de convivencia a poder ser feliz y dichosa, deberán ser planificadas desde principios éticos que contribuyan a facilitar la convivencia y proveer las mayores dosis de transigencia mutua y de felicidad. Por eso los tiempos actuales resultan tan absurdos. Por ejemplo, hay quienes creen que se puede gobernar, o asistir al debate público y social, con las narices tapadas (tal como aparece un dirigente político gubernamental en una foto de hay mismo), principalmente porque no parecen dispuestos a analizar con rigor las características de esta sociedad tan desigual e injusta. Los líderes políticos apenas utilizan términos políticos y sociales que tengan que ver con las características que serían inherentes a una sociedad igualitaria más justa que esta que nos enloquece en exceso y nos lleva a vivir en constante competición con nuestros semejantes.
La crisis de la convivencia solo es la consecuencia lógica de la endeblez de las ideologías. El hecho, ya suficientemente constatado, de que nos esté asfixiando la desigualdad que enemista a los adinerados con los menesterosos, a los que impunemente desacreditan y descalifican constantemente por considerarlos, con demasiada frecuencia, víctimas de sus propias negligencias, sin tener en cuenta que los portadores y depositarios del capital consiguen sus copiosos ahorros a costa de los más pobres, se ha convertido en un látigo en las manos de los despiadados capitalistas, incapaces de admitir que esquilman a los más pobres y menos dotados haciéndoles culpables de propia escasez y pobreza. Mientras se aferran a estas disculpas –a las que ellos llaman “razones”–, los adinerados atesoran cuanto cae cerca de sus manos y se adueñan de lo que los menos poderosos no llegan nunca a conquistar ni disfrutar.
Todo lo adverso se denomina “mal menor” para dar a entender que el mal no suele ser tan fatal, y que no es suficientemente agresivo con quienes le padecen. Sin embargo, los males que padecen los menos dotados, los más pobres, no son solo responsabilidad de quienes los padecen, toda vez que casi siempre son consecuencia de una desigual y desnivelada distribución de las rentas. Es esa desigual y desnivelada distribución la que genera ricos y pobres, opulentos y miserables, sobrados y necesitados de lo que a otros les sobra.
Por todo esto, nos conviene desterrar del lenguaje habitual esas palabras como malmenorismo que es, como he oído decir recientemente, el drama de votar y posicionarse ante la injusticia y la desigualdad humanas, o incluso “el drama de votar con la nariz tapada”. Entregados a los “males menores”, aunque estos sean algo más llevaderos y soportables que los males mayores, la derrota está asegurada. La única consecuencia posible es la pobreza derivada de la desigual distribución de las rentas que hace que existan ricos y pobres, felices e infelices, afortunados y desafortunados, alegres y tristes, satisfechos e insatisfechos, faustos e infaustos… Bastaría con que los desfavorecidos en el reparto reaccionaran buscando la lógica igualdad de derechos que a todos nos asiste para que la paz y la convivencia actuales se vieran claramente amenazadas. No estaría mal que nos empeñáramos todos en remediar las desigualdades materiales en nuestra sociedad para que la convivencia nos ayudara también a ser felices. ¡Todos felices!
Cualquier malmenorismo es un malmayorismo, al menos en las mentes de los ciudadanos normales y bien intencionados.