Julian Assange, el periodista fundador de Wikileaks nacido en Suecia y con pasaporte australiano, ha sido finalmente liberado tras haber pasado cinco años en prisión en un régimen penitenciario extremadamente duro. Otros siete los pasó confinado en la embajada de Ecuador en Londres, de donde no podía salir bajo amenaza de ser detenido y extraditado a Estados Unidos. Celebro con ganas su recién estrenada libertad y la vuelta a su familia.
Su liberación es una buena noticia, pero, desgraciadamente, hay poco que festejar y mucho por lo que preocuparse. Assange ha salido de prisión gracias al pacto que ha hecho con los fiscales de Estados Unidos. Ha tenido que reconocer haber violado la ley, más concretamente, la llamada Espionage Act de principios del siglo pasado. Una ley que se ha aplicado pocas veces en el pasado. Ahora las cosas han cambiado. De haber sido extraditado, Assange hubiera pasado largos años en prisión. La petición de 175 años de cárcel no parecía muy tranquilizadora. Y a nadie se le puede exigir cumplir el papel de héroe.
El mensaje al mundo periodístico es claro: no desvelar ningún contenido que vaya contra los intereses del gobierno de Estados Unidos. La información resulta así amenazada, en este caso por la Fiscalía de ese país “democrático”. La espada de Damocles se presiente cada vez más cercana. El periodismo de investigación, y todos aquellos que creemos en su valor como fundamental para el buen funcionamiento social hemos recibido un duro golpe. No basta con decir que los hechos han sucedido a muchos kilómetros de distancia.
En 2010, a través de Wikileaks, conocimos muchas cosas que ya sospechábamos y que se vieron corroboradas. Entre otras, los abusos y torturas a ciudadanos inocentes en las guerras de Irak y Afganistán. Supimos también de la cruel hipocresía del gobierno de Bush para conseguir el archivo en la Audiencia Nacional del caso de nuestro compañero José Couso en Bagdad, asesinado por los soldados estadounidenses. Solo la falta de un tribunal internacional impidió acusarlos de crímenes de guerra.
Wikileaks produjo un quebranto en muchos ciudadanos bienpensantes cuando vieron en un vídeo como desde dos helicópteros los soldados estadounidenses abrieron fuego contra un grupo de civiles desarmados. Lo paradójico y sangrante del caso es que los fiscales sostuvieron que la difusión de estas tropelías pusieron en riesgo la vida de miles de personas. Matar al mensajero ha sido una práctica muy generalizada desde hace tiempo por los regímenes dictatoriales, pero se ha extendido a los que hasta ahora parecían guardar las formas.
Pero ya ni siquiera es el periodismo de investigación la diana de estos ataques; es el periodismo a secas. Acabo de leer que el Parlamento israelí ha comenzado los trámites para convertir en permanente la conocida como ley Al Jazeera, la regla que prohíbe de manera temporal la difusión en Israel de cualquier medio extranjero que “dañe la seguridad” del Estado. Para el actual gobierno israelí no hay duda, Al Jazeera una de los más prestigiosos y reconocidos canales de difusión global, es un medio terrorista. Otra cosa es que el mundo les crea.
Wikileaks fue un hito en la historia del periodismo. Nunca antes habíamos tenido un conocimiento tan real sobre las cloacas de los Estados. Desde entonces se ha instalado un ambiente de intimidación que condiciona la actividad periodística. Muy cerca tenemos el caso de Pablo González, periodista vasco detenido y encarcelado en Polonia por tener pasaporte ruso. Sin ninguna prueba, Pablo lleva más de dos años en prisión sin haberse sentado delante del juez. La opacidad sobre los cargos que se le imputan es absoluta. Que un país de la Unión Europea tenga preso preventivo a un periodista, tras 28 meses de encarcelamiento e incomunicación dice mucho de cómo actúan algunos Estados pretendidamente democráticos.
El sufrimiento de Assange y ahora el de Pablo González pone de relieve las graves dificultades del periodismo ante la creciente capacidad fiscalizadora de los Estados que, sin embargo, son cada vez más reacios al control democrático por parte de la ciudadanía.
Periodista