El pasado viernes 10 de mayo, se produjo una votación en la Asamblea General de las Naciones Unidas en la que 143 estados miembros solicitaron más derechos para Palestina en el seno de la organización. Las tesis contrarias de Israel sólo fueron apoyadas por 9 Estados y hubo 25 abstenciones. El embajador israelí literalmente, delante de todo el mundo, procedió a triturar la Carta de las Naciones Unidas con una pequeña trituradora. “Están ustedes triturando la Carta de las Naciones Unidas con sus propias manos”, dijo, y añadió: “¡Qué vergüenza!”. Lo cierto es que sentí vergüenza, sí. Pero por él. Porque básicamente quien la estaba triturando, allí, delante de todo el mundo era él. Y no sólo en lo real, también en lo figurativo.
Me cuesta escribir este artículo. Por agotamiento emocional. El 7 de octubre me quedé pasmado cuando Hamás mató a unas mil doscientas personas, en su mayoría civiles no combatientes. Aquello no se produjo porque sí, sino que fue fruto de una situación que se ha ido larvando años y años. Que nadie me malinterprete, llevo años y años como activista de derechos humanos, y por mucho que haya explicaciones (las barbaries no salen de la nada), no hay justificación posible para aquellos hechos. Basta con leer la carta fundacional de Hamás para ver claramente expuestos sus propósitos. Luego, te abruma el miedo a la reacción de Israel. Porque no hacía falta mucha imaginación para prever cómo iba a ser. Y, por último, el horror al comprobar que tus peores temores se quedaban cortos. Aunque lleve mucho agotamiento emocional a cuestas, intento ser frío y racional al teclear.
Las guerras complementan sus carnicerías con el frente propagandístico. Hamás, en un comunicado emitido relativamente poco tiempo después del 7 de octubre nos intentaba convencer de que es posible que hayan cometido algún “error menor” en su ataque haciendo caso omiso del derecho internacional humanitario, que no distingue entre civiles o militares, sino de combatientes o no combatientes. Puedes ser militar y no ser combatiente, por ejemplo al ser tomado prisionero, y puedes ser civil y combatiente, si por ejemplo coges un arma y te lías a tiros sin estar uniformado ni alistado en filas. Y la figura jurídicamente protegida, por tanto, es la de no combatiente, no la de civil. Y la toma de rehenes también transgrede el derecho internacional. En ese mismo frente propagandístico, Israel afirma que o estás a su favor, o eres antisemita. Pues miren, no. Puedes ser contrario a las masacres que perpetra su ejército y no ser antisemita.
Nada de lo que digo de Hamás empequeñece lo que ha hecho Israel en respuesta a su ataque: usar el hambre como arma de guerra, bombardear hospitales, ambulancias y colegios, en vivo y en directo, impedir la llegada de ayuda humanitaria, formular acusaciones contra la UNRWA sin aportar pruebas, etc., etc. Todas y cada una de las víctimas no combatientes de Hamás merece verdad, justicia, reparación y no discriminación, todo ello en base al derecho internacional de los derechos humanos. Sí, pero, de igual forma, todas las víctimas no combatientes de todas y cada una de las acciones que ha realizado Israel merecen lo mismo. Y la desproporción resulta abrumadora. Según la ONU, unos 35.000 palestinos muertos en Gaza y 77.765 heridos. Entre ellos más de 10.000 mujeres, entre ellas 6.000 madres, por lo que unos 19.000 niños quedan huérfanos. 1,4 millones de personas permanecen en Rafah, la mitad de las cuales niñas y niños, la mayoría ya desplazados muchas veces. Ese recuento de víctimas mortales no incluye a unas 10.000 personas aún sepultadas bajo los escombros en Gaza. Casi todos los 600.000 niños refugiados en la ciudad fronteriza meridional de Rafah están “heridos, enfermos o desnutridos”. Claro, ahora la ONU resulta que no tiene credibilidad, según Israel. Y hay entre quienes apoyan a los palestinos que, de pura desesperación, llegan a afirmar que el derecho internacional de los derechos humanos y el sistema de Naciones Unidas no sirven absolutamente para nada.
Discrepo. La situación de las y los palestinos habría sido aún peor, si cabe, sin la UNRWA. Por eso, precisamente, es otro objetivo del gobierno de Netanyahu. Y sí, el derecho de veto de determinados países –entre ellos Estados Unidos– tuerce el derecho internacional. Pero aun así, prefiero que las superpotencias diriman sus diferencias en el Consejo de Seguridad de la ONU que no en los campos de batalla. Creo que sería un profundo error para toda la humanidad no preferir eso. Fruto de esa misma desesperación es la aseveración, que he visto por ahí, de que los derechos humanos son algo maleable y sujeto al debate. Craso error, porque esa misma es la doctrina de Estados Unidos e Israel en la ONU. Que todo es debatible, incluso resoluciones del Consejo de Seguridad, si no gustan.
La humanidad lleva escasos 800 años, en números redondos, desde la Magna Carta, dotándose de sistemas de derecho y judiciales con garantías y como limitación del poder puro y duro en lo que hoy llamamos los ámbitos estatales. Y tras todo ese tiempo, esos sistemas jurídicos estatales son aún manifiestamente mejorables.
En el ámbito internacional, sin embargo, fue sólo tras la Primera Guerra Mundial que tuvimos una Sociedad de Naciones, que se fue a pique. Poco después, tuvimos la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, que creó el sistema de las Naciones Unidas, bastante más sólido aunque aún muy mejorable, basado en la carta que el embajador de Israel trituró delante de todos mientras afirmaba que quien la trituraba eran los demás. Llevamos unos 75 años con el sistema de Naciones Unidas, y más recientemente con sus relatores y su Consejo de Derechos Humanos. Y sólo desde las masacres de la exYugoslavia y de Ruanda contamos con un sistema judicial internacional, que actuó en esos países y en alguno más, pero que necesita grandes mejoras. Pero no podemos prescindir de él y menos ahora.
Todos estos hechos aquí relatados están siendo investigados por la Corte Penal Internacional y el Tribunal Internacional de Justicia. La Corte Penal Internacional dictaminó en 2021 que su jurisdicción se extendía a los territorios palestinos de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, y abrió una investigación formal sobre la violencia endémica en la región desde 2014. Dicho mandato incluye, como no puede ser de otra forma, investigar los crímenes de guerra cometidos tanto por israelíes como por palestinos –incluida la incursión mortal de Hamás en Israel el pasado 7 de octubre– y la respuesta militar de Israel en Gaza. Y está la demanda de Sudáfrica contra Israel formulada ante la Corte Internacional de Justicia.
Ayer mismo, el fiscal de la Corte Penal Internacional solicitó a dicha corte la emisión de órdenes de arresto contra el primer ministro israelí, Benjamin Nentanyahu y su ministro de Defensa, Yoav Gallant. También lo ha hecho, como no podía ser de otra forma, contra el líder de Hamas, Yahya Sinwar, así como contra el jefe del ala militar del grupo, Mohamed Diab al Masri, y el jefe del brazo político de la formación, Ismail Haniye. Todos ellos por “responsabilidad penal por crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos en Israel y el Estado de Palestina” así como por presuntos crímenes de guerra y de lesa humanidad.
Lo que ha quedado claro es que la abrumadora mayoría de los países del sistema de la ONU están igual de aterrados por lo que Israel está haciendo y lleva tiempo haciendo con los palestinos que la igualmente abrumadora mayoría social del planeta. Y va a ser necesario seguir presionando, primero para detener el genocidio en Gaza, calificado como tal por la correspondiente relatora de la ONU. Y después para apoyar el encausamiento de todos los responsables ante la justicia internacional y garantizar iguales derechos a todas las víctimas de graves violaciones de derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Y esa presión debe venir de los estados pero también de la sociedad en su conjunto en el mundo multipolar en el que ya vivimos.
Ahora urge un alto el fuego definitivo, reforzado con un embargo de armas para consolidarlo por la vía de los hechos. Y encarrilar un proceso de justicia, verdad y reparación, donde el papel de la ONU va a ser fundamental para no olvidar a ninguna de las víctimas.
Eso, o que la trituradora con la que el embajador de Israel trituró la Carta de Naciones Unidas también acabe triturándonos a toda la humanidad.
Activista de derechos humanos